Los infiernos del caudillo

 

Ilustración y texto de O COLIS para Zonaizquierda.org

 

PRIMERA PARTE: Un lugar intermedio (24,25/33.)

(viene de: 23. Empezar de nuevo)
http://zonaizquierda.org/Libros/COLIS-Los_infiernos_del_caudillo_12.htm

 


24. PENSAR ES INEVITABLE
 

Se entiende en este lugar que pensar es inevitable, pero en la vida real, no. Yo no di nunca en pensar por pensar; recapacitar sobre tal o cual decisión, vale, claro, pero pensar dejándose llevar por el pensamiento es pura diletancia, una especie de vaguería de la resolución, blandura del carácter, decaimiento del espíritu, decadencia de la verdad. En este lugar he entendido precisamente qué significa realmente la diletancia. Cómo no, por lo mío aquí aprendo cantidad de cosas inútiles y me he convertido en un diletante, pero sin ser, de entrada, aficionado al conocimiento. En realidad soy yo de cuerpo y Octavio el romano de pensamiento; o sea, que el pseudoaficionado es él; el amante del conocimiento al tuntún, es él; el curioso de los datos pillados por los pelos o claramente inexactos, es él; el admirador de los guiones históricos ficcionados, es él. Él es el entusiasta de todo eso, no yo. Pero, ¡ay!, se me juzga a mí.


Entre los del coro de misericordias estaba el profesor Gustavo Bueno, en mi contro, generalmente, que decía que pensar es inevitable, pero que eso no es importante, porque lo importante es en qué se piensa. Bueno, podría aceptarlo. Puestos a ceder integridad, lo trago porque eso supondría reconocer que se puede no pensar en lo que no se quiere pensar. Dejando aparte, claro está, las estupideces que aseguran el doctor Freüd y la hermana tornera.


No hace mucho, en fin, mucho o poco, qué más da, tras mis sesiones con los misericordias y Neruda, que han ocupado una era en mi estancia en este lugar intermedio, más bien desde hace algunas jornadas de las de aquí, me dejan pensar libremente, por mi cuenta. Pero resulta que tanto me han estragado a datos y conocimientos que cuando trato de pensar en tal o cual cosa me acuden ideas que no esperaba ni acabo de comprender, y datos con los que no sé qué hacer. Llevo un tiempo tratando de pensar en mi mujer, en Carmen, y no puedo recordar su rostro, e inexplicablemente, en su lugar acude el recuerdo del rostro de Evita Perón.


Vuelvo a intentarlo. Pienso en el nombre de Carmen y recuerdo el bello rostro de aquella joven amable y sonriente. Lo intento otra vez, Carmen... pienso... y tras una sombra negra aparece la luz que desprende Evita. Me saluda, huele bien... trato de moverme para saludarla, pero no puedo. Sigo tumbado, a un palmo de la lápida, sobre ella el romano Octavio, escribiendo en la máquina rara. No sé cómo puede ser que con el poco espacio que hay aquí, quepa con holgura la señora de Perón. Me mira, sonríe, espera, pero finalmente, como no soy capaz de articular ni palabra ni movimiento alguno, se ofende y se desvanece. Trato de llamarla con el pensamiento... Evita... y, vaya, esta vez acude Carmen...


¡Ah!, ya veo, han dejado equivocado esto y para pensar en Carmen he de nombrar a Evita en mi pensamiento, y al contrario. No recordaba ni por asomo a la ilustre señora de Juan Domingo Perón, ni me acordaba de su existencia. Es una chapuza más de estos... aunque, no sé, los motivos aquí son de lo más rocambolescos y no vaya a ser que esto nos lleve a algo... ¿eh, Octavio romano?


Pues entendido ya este procedimiento, paso a pensar en Carmen para que aparezca Eva y trate yo de disculparme por todo esto. Aparece, sonríe, le paso cosas con el pensamiento, un ¿qué tal está? (qué ridículo)... pero no me entiende, se impacienta.


¿Qué quería, general?, me pregunta con esos ojazos escandalosos con los que encandilaba a los descamisados de las descamimasas argentinas. Trato de contestarle telepáticamente, pero no me entiende y se vuelve a ir y no me atrevo a intentarlo de nuevo.


Podría ser que nos encontráramos en los escenarios, no sé. Podría yo forzar eso... ¿podría? Podría evocarla justo cuando oyera el Cara al Sol que precede al impelimiento y quizá así la arrastrara conmigo. Noto que estoy temblando ante la idea de que funcione. Sólo trataría de ser cortés... Tiemblo. Siento mi húmero diestro a punto de saltar de su epífisis con la que se articula en la cavidad glenoidea de mi omóplato derecho. ¡Suenan los destemplados clarines de las voces borrachas que interpretan el Cara al Sol!... ¡mi plan le pluge al Altísimo!... ...pero ¡¿qué oigo?!, los sacrílegos cantantes intercalan entre las hermosas estrofas del himno de la Falange las de Rascayú, aquella canción estúpida que cantaba Bonet de San Pedro en el Pasapoga...


Siempre odié esa canción tan irreverente, y si no la prohibí fue porque le gustaba mucho a Carmen... que en el fondo era una frívola... y nada más recordar el nombre de Carmen aparece Evita, justo cuando comienza el impelimiento y salgo despedido hacia alguna parte, echando humo, temblando mis despojos... y llevo a Evita prendida en mi tránsito...


Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Tú serás un cadáver nada más. / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú?/ Oigan la historia que contome un día / el viejo enterrador de la comarca, / que era un viejo al que la suerte impía / su único bien arrebató La Parca. / Todas las noches iba al cementerio / a visitar la tumba de su hermosa / y la gente murmuraba con misterio: / "Es un muerto escapado de la fosa". / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Tú serás un cadáver nada más. / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Hizo amistad con muchos esqueletos / que salían bailando una lambada / mezclando sus voces de ultratumba / con el croado de alguna rana. / Los pobrecitos iban mal vestidos / con sábanas que ad hoc habían robado, / y el guardián se decía con recelo: / "Estos muertos se me han revolucionado". / Como es bastante tétrica la historia / los juegos fatuos se meten en el lío / armando con sus luces tenebrosas / un cacao de padre y muy señor mío. / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú? / Tú serás un cadáver nada más. / Rascayú, ¿cuando mueras que harás tú?
...Dios mío...

 

25. EN EL NOMBRE DE EVITA


No ha resultado el plan tan bien porque como sin querer pensé en el nombre de Evita al verla aparecer, se produjo inmediatamente el efecto llamada a Carmen Polo, mi señora. Y total, que para una simple disculpa con la de Perón he de tener a la mía de cuerpo presente, y así llevamos los tres semanas, digo, o lo que sea, vagando por el escenario. ¿Un escenario y varias jornadas sólo para una disculpa protocolaria? ¡Qué derroche! Bueno, vale, sea. Pues ya está, me disculpé, aceptó ella la explicación como si todo fuera normal... y ya no había mucho más qué decir. Así que nada más se dijo en su momento, hace ya mucho de esto. Ni palabra.


Y como no se me ocurre otra cosa, no hago sino repetir lo mismo una y otra vez como si fuera una ocurrencia muy a propósito: Nada pude decir cuando la vi visitando mi nicho, señora, el que a todos nos obliga aquí, me tenía inmovilizado de palabra y obra. Ella, ya ni me contesta. No se preocupe, general, sé cómo va esto de aquí, dijo en su momento un par de veces. Pero ahora, me mira con esos ojazos y nada dice, aunque cuando empiezo a hablar (para decir siempre lo mismo, Nada pude decir cuando la vi visitando mi nicho, señora, el que a todos nos obliga aquí, me tenía inmovilizado de palabra y obra, ¡Dios mío, qué ababol!) la siento a ella esperanzada en que diga algo más, pero nada se me ocurre. Me vendría bien ahora la retórica diletante del romano Octavio, pero, ya veo, ahora me deja sólo con mi libre albedrío, ¡para comer cerillas! Nada pude decir cuando la vi visitando mi nicho, señora, el que a todos nos obliga aquí, me tenía inmovilizado de palabra y obra...


Va ella vestida con un abrigo de fino pelo gris azul claro, que refulge como el platino, parece una virgen de Fátima, paseando junto a un fantoche, yo. Se la ve discretamente aburrida. Y no me extraña. A Carmen, que camina unos pasos detrás nuestro, nada parece importarle. Siento haberla arrastrado hasta aquí en mi impelimiento, pero ella parece encantada, sonríe de oreja a oreja, sus dientes son pequeñas perlas de un collar de vuelta y vuelta. ¡Por fin se me ha ocurrido una frase completa!, y la he dicho en voz tan alta que a mí mismo me ha sonado como un trueno.

 
¡Aquí, a mi señora, le encantan las perlas, y a mí, sus dientes me parecen un pequeño collar de dos vueltas!... Y a la de Perón le ha gustado mucho esto que he dicho, le parece una galantería muy española, ha dicho, muy poética, me sonríe coqueta, casi descarada. Será porque he estado una temporada con Neruda, le he dicho, pero no sé si lo conoce.


Seguimos los tres en silencio. No hay objetos de atrezo en este escenario, ni naturaleza simulada, sólo dunas y más dunas, como un desierto fallero de cartón piedra. Subimos y bajamos dunas sin parar, y sólo divisamos más dunas, el horizonte se pierde en dunas de colores tostados, como de arena húmeda en el Rif. Carmen nos sigue sonriendo de oreja a oreja, y si no fuera porque la conozco diría que está celosa. No es posible mantener una sonrisa así sin pestañear tanto tiempo, a no ser por fingimiento. Me vuelvo, la miro, y sin dejar de sonreír me hace un gesto para que retrase el paso y vaya a su lado, parece que quiere decirme algo. ¿Me permite, señora?, le digo a la Perón y me acerco a Carmen.


Vas hecho un zarrias, me dice sonriendo. Finge. Lo sabía. Pero lleva razón. Mi uniforme luce los lamparones sanguinolentos de los guerrilleros carlistas, los ahumados en el pecho alrededor de la laureada, los hierros sucios y sin brillo, un lamentable deshilache general, el calzado para tirarlo y, sobre todo, los vómitos de Sofía Subirán, en salva sea la parte, que se mantienen húmidos como si fueran recientes. Es asqueroso, por más que yo ya me haya acostumbrado. Pero ella, la Perón, que es una señora a todas luces, no aprecia esto que vemos Carmen y yo. Se ve que es usted hombre de mil batallas, dice. Pues hombre, esto no, tampoco me lo creo, finge también, porque cuando mira mi parte húmeda hace un gesto coqueto como de suripanta. Aparta la vista y mira, alternativamente.


El suyo fue más... político... dice Carmen sonriendo, mueve las manos como si fuera una guía de museo que explicara un monumento. El mío, aquí presente, es más militar. Y si en estos lugares lleva siempre el uniforme por algo será. Siempre, o casi siempre, recibe de uniforme. Y claro, se desgasta.


La Perón ni se inmuta, parece que no hubiera oído a Carmen, ni que la viera, siquiera. Sigue mirándome la entrepierna a hurtadillas, como si tratara de observar cuando yo no miro, pero haciéndolo bien a las claras para que se note que mira y a dónde mira. Casi todas las mujeres son iguales. Y vuelve a repetirme: Se ve que es usted hombre de mil batallas...


No crea, digo, sacando fuerza de mi integridad librealbedréica, para referirme a su coqueteo metafórico directamente, no soy de esos militares puteros... ¡oh!, las dos se tapan la boca y miran para otra parte, hacia otra duna... o jugadores de soldada. Aunque de valor caliente cuando preciso de valor, en lo tocante a las mujeres soy poca cosa.


Cierto, dice mi mujer, con un gesto muy digno, dejando de sonreír. Por un momento ha cerrado la boca, levantando su ceja más móvil por encima de la frente y del cardado, con mucha dignidad. Es otro tipo de señora, pero señora, señora, también.

(Continuará: 26-HUYENDO CON EVITA, 27-REENCUENTRO CON PERÓN).
 


 

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