Los infiernos del caudillo

 

Ilustración y texto de O COLIS para Zonaizquierda.org

 

PRIMERA PARTE: Un lugar intermedio (26,27/33.)

(viene de: 25. En el nombre de Evita)
http://zonaizquierda.org/Libros/COLIS-Los_infiernos_del_caudillo_13.htm

 


26. PREPARATIVOS PARA MI REEENCUENTRO CON PERÓN


Escucho el cantar horrendo, siento la succión y el impelimiento, llevo en la cabeza a Evita como una plegaria y en pleno ensalmo hacia el escenario de esta jornada me detengo de golpe, como si hubiese sido atrapado en una suave tela de araña. Enseguida veo me que encuentro en una habitación extensa, iluminada por una bombilla grande y febril. He caído en el medio de unos cuantos hombres vestidos de uniforme, quizá sean militares, pero a mí me parecen ujieres, ordenanzas, aunque mantienen una actitud altiva que sugiere son militares, pero de algún país que no reconozco, probablemente hispanoamericano. No llevan condecoraciones, ni galones. Siento el suelo frío, miro hacia mis pies y veo que voy descalzo y que tampoco tengo puestos los pantalones. Llevo la guerrera y los correajes hechos un cristo, como siempre. No siento vergüenza alguna por mi aspecto, pero observo que a los que me rodean les hace tanta gracia que están a punto de romper a reír a carcajadas. Pero no lo hacen, y bien será porque saben quién soy o he sido, o porque reconocen alguna superioridad natural en mí. No dicen nada, permanecen en una actitud como de firmes, aunque un poco inquietos o nerviosos. Parece ser que estoy en la cola de una lavandería. En la lavandería de estos escenarios. Bueno, si me van a restaurar la ropa, bien venido sea el lugar y el alto en el camino. Pero no podía ser que algo funcionara en mi beneficio, porque de pronto se ha apagado la bombilla y he vuelto a sentir el viaje cuántico que me lleva a alguna parte escenificada y veo que caigo de nuevo en ese desierto de dunas que Evita llama, con tanta gracia, playa.


Y junto a mí han sido impelidas la señora de Perón y la mía. Compruebo que he llegado sin pantalones, tampoco llevo calzoncillos, pero el vuelo de la guerrera me tapa las vergüenzas, si es que tuviera esto algún interés aún para alguien. A las damas, sin embargo parece encantarles mi aspecto, aunque a Carmen, siempre caminando a unos pasos tras nosotros, no parece hacerle ninguna gracia los comentarios de doña Eva. El uniforme siempre ha deslumbrado a las mujeres, y aún en el estado repugnante que está el mío demediado, parece que Evita ve en él la huella del fragor de las batallas africanas y peninsulares que viví, cuando vivía. Y aún estos escenarios lo son o podrían ser, vista así la cosa, de mi última batalla.


¡Ah!, dice Evita llevándose una mano a la boca con gracia infinita, ¿son estos los escenarios de su última batalla?

Pues sí, señora, por extraño que parezca, lo son. No tengo que esquivar balas de fusil, ni obuses. Aquí la metralla poco tiene que hacer. No se puede matar a los muertos. En realidad dije guerra como metáfora. También digo por decir escenarios y jornadas no sabiendo cómo denominar ni los lugares ni el tiempo en el que transcurro en ellos. Y si fueran batallas lo que vivo, he de reconocer que en todas ellas salgo perdedor. Aunque confío en ganar la guerra, finalmente, porque va en ello la salvación eterna de mi alma.
¡Ah, pues es extraño que su escenario sea como el mío
, dice con una altanería que deja en nada los humos habituales de Carmen.


¿Y cómo es ello, doña Eva?, respondo educadamente.

Pues porque cada mañana, por decir algo que nos sirva de referencia temporal, aparezco yo en este lugar desde hace mucho, mucho tiempo. Este lugar que es siempre el mismo, con las mismas dunas, en esta playa infinita, tratando de esconderme de Juan Domingo, porque aquí, entre nosotros, no lo aguanto.

Pero, ¿qué me dice?

Pues sí, general. Cada jornada despierto de golpe, por decirlo así, de mi catalepsia perceptiva, tras el rascar horrible de un guitarrón y un bandoneón desfoyado que perpetran Cambalache, ejecutado a la voz por un tal Carlos Acuña, ese que acomodó en su patria de usted para bien sin duda de la mía. Y cada jornada, tras el desbrozo sin compasión de esa bella canción, que me hace llorar sin consuelo, porque le aseguro que duele, me impelen a esta vasta playa que no tiene nada de recoleta, y por la experiencia de las primeras veces, trato desde entonces de hurtar aquí mi cuerpo escondida de la vista de Juan Domingo. Unas jornadas lo logro y otras no. En algunas ocasiones, como está sucediendo en estas últimas con usted, me acompaña algún expresidente finado, y generalmente también viene con la que fue su esposa, y juntos los tres huimos de Perón, porque todo su empeño es el de vengarse con ustedes de mis supuestas infidelidades, que no lo son, como usted supone de mi honra y sabe de la suya propia. Es muy celoso en esta simulada vida prolongada. Y además está penoso de aspecto, gigantesco. Para verlo y salir corriendo.

Pero, ¿qué me dice?

Lo que oye, que está horroroso.


Seguimos el paseo, ya de otra manera, como es lógico, pues voy pensando muy excitado cómo encajan las cosas y los argumentos en este lugar intermedio entre la vida y la muerte, porque muchas de las cosas que voy sabiendo ahora me encajan muy bien en lo que entonces, en su momento, barruntaba. He adoptado, enseguida de enterarme de lo de Perón, una actitud en posición de avance en alerta, que he enseñado a las damas, y que a mí me enseñó don Genaro, y vamos los tres muy juntos, como si fuéramos un solo cuerpo, por si fuera la ocasión de camuflarnos rápidamente con el terreno caso de que viéramos aparecer a Perón.


Me duele horriblemente en el punto de confluencia e inserción del húmero y el omóplato derechos. Siento que la epífisis superior del hueso del brazo se ha separado un poco de su inserción en la cavidad glenoidea. Y si no se desprende el brazo es porque lo sujeta la manga de la guerrera. Cuando trato de moverlo hacia adelante el omóplato empuja hacia afuera y parece que me saliera chepa.


Es raro
, me dice Carmen al oído, a ella le despierta Acuña, pero es que a mí me despiertas tú cada jornada cantando el Rascayú.


27. EL GIGANTE PERONISTA


Otra vez hago un alto forzado en el transporte del impelimiento a los escenarios y aparezco de nuevo en la cola de la lavandería. Esta vez voy calzado y con calzoncillos y pantalones, pero sin guerrera. Mi aspecto de medio cuerpo para arriba es para echarse a llorar. Y los paramilitares que me encuentro como la otra vez, esperando lo que sea que esperen, vuelven a contener la risa. Pero yo ni me doy por ofendido, ni siquiera por enterado de que están, ni de que ríen a mis espaldas. El caso es que la cabeza y el pelo que presento son más bien los que portaba a los cincuenta y tantos años, pero de cuello para abajo hasta la cintura soy un Rascayú. Veo que llevo algunas vendas para sujetarme los miembros, porque de otra forma, sin la sujeción de la guerrera, caerían al suelo. Lo raro esta vez, y siempre hay algo raro por demás en cada jornada, es que en este contrasentido de apaños morfológicos que me hacen los guionistas y atrezzistas de aquí, así como la cabeza, las manos son fuertes y ágiles, por el momento soy como un apaño de varios cuerpos de madelman. Madre de los Desamparados... A pesar de todo trato de consolar a Evita.


De la misma forma que a mí me obligan a llevar a veces las gafas del mariquita de Lorca, al presidente Perón le obligan, imagino, a ofenderse por las supuestas casquivaneces de usted, para arreglar con ello, ha de ser así, alguna cuestión formal para lo de su salvación y destino eterno. Que ya ha de ser largo lo eterno si lo de este lugar intermedio lo es tantísimo. Le digo a Eva, mientras paseamos por este desierto tan vasto que llevamos recorriendo varias jornadas. Se me ha soltado la lengua con esta mujer, hablo sin parar, para lo que suelo o solía.

 

No, si yo creo lo mismo que usted, pero es que se pone insoportable, no vea usted lo celoso que resulta ahora de muerto.

 

Y, de pronto, lo hemos divisado. Ha aparecido sobre las dunas como un coloso goyesco. Su esposa ha proferido un gritito de codorniz y ha caído redonda y rodando duna abajo. Carmen ha corrido a socorrerla y yo me he quedado petrificado. De pronto, Perón ha aparecido y enseguida ha desaparecido de nuevo. Cimeando y bajando dunas, aparece y desaparece con las manos alzadas no creo que para abrazarme sino para aplastarme la cabeza. Si será grande que aunque ya me lo pareció a primera vista, a medida que viene hacia aquí cada vez que se asoma tras una duna, ha crecido. Al poco he oído que profería insultos muy graves hacia mi persona pero me tranquiliza bastante que en realidad me ha confundido con el Duce, que es a quien insulta y amenaza. Aunque Benito y yo no nos parecíamos, pudiera ser que de lejos diéramos una estampa parecida. Sea como fuere, el caso es que Perón viene convencido de que su Eva está pegándosela con Mussolini, y con la intención de arrancarle la cabeza, por lo que oigo.


Espero que me reconozca pronto, aunque todo lo que tenga que ver con dolor se me da una higa, no me impresiona, porque ya he comprobado en otros escenarios que nada de particular me producen las balas, ni los sablazos, además de porque sé que no voy a morirme más, porque apenas siento dolor. En el sitio de Bilbao, por la parte de Begoña, junto a Zumalacárregui he sufrido mil y una heridas graves que hubieran acabado con cualquiera, y a mí, nada de nada. El mismo tío Tomás muere una y otra vez y aparece de nuevo para volver a caer, más que nada en las manos de ese Petriquillo al que tuvo y tiene tanta fe, en mala hora. Y el caso es que Perón sube y baja sin parar, y aunque he empezado a contar tarde, y porque aquí todo ha de ser exagerado, ya van para diez mil cuatrocientas treinta y cinco veces las que ha aparecido y desaparecido entre las dunas, viniendo en línea recta hacia aquí.


Al llegar se ha derrumbado a mis pies, muy fatigado, boqueando como un mamut. Su aspecto recuerda a aquél otro que conocí: pelo engominado azul prusia profundo; cada pelo paralelo al siguiente, en perfecta formación. Aquél brillo nacarado en los parietales, gruesas las cejas, opacas y tupidas, ojillos rasgados que se cerraban al sonreír, dientes un poco atropellados y pequeños. La quilla de la barbilla enhiesta y brava... en fin, aquél Perón, ¡Qué pena ahora! El abrigo le queda grande, los ojos miran para adentro, tan adentro que casi no se distinguen en la sima de las cuencas... Por cierto que una de sus cejas, con los pliegues de la frente y el hueso del arco ciliar, me hacen recordar a una imagen de Nietzsche que me viene proyectando Punset últimamente en la pantalla de la lápida durante los partes científicos. La ceja es como el bigote de ese alemán tan extraño y loco. Y pienso que algo tendré que relacionar con esto, porque aquí mi cerebro, completamente lavado ya de mi proceder anterior en lógica y razón, no da puntada sin hilo, y si pienso en Friedrich Nietzsche por algo será, no tengo duda. ¿Perón me mira nitzscheanamente?... no se me ocurre relacionarlo con nada.


¿Tú también, Paquito?, me dice casi llorando.


Y me extraña y me da rabia que se tome esta confianza, y lo dejo pasar porque supongo es cosa del guión y los guionistas y ya voy aprendiendo a aceptar estas cosas que sin duda tienen que ver con el castigo de mis pecados que quedaron sin confesar, por más que lo pienso y no hallo ni uno sólo. Me acerco a él y trato de ayudarle a levantarse, pero es como si una hormiga pretendiera alzar la catedral de Burgos. Sin embargo, nada más sentarse y serenarse un poco, veo que se va reduciendo de tamaño hasta alcanzar un volumen razonable. ¡Qué cosas me quedaban por experimentar!


Ha comenzado a hablar y me parece que se estuviera confesando, así es la actitud que ha adoptado, y yo, no queriendo desmerecer su esfuerzo y sinceridad me he sentado de espaldas, como un doctor Freüd, y me he dispuesto a escucharle pacientemente.


Veo a lo lejos marchar a las damas, consolando la mía a la de Perón, qué vueltas da la muerte. Una de rosa, otra de negro. Luego sabré van a reunirse con Clara, Nadia, Clementine, María Estela, Claude, Eva y otras mujeres...


(Continuará: 28-Del peronismo de Perón, 29-Un sepulcro inmenso en Recoleta).

 

 

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