Los infiernos del caudillo

 

Ilustración y texto de O COLIS para Zonaizquierda.org

 

PRIMERA PARTE: Un lugar intermedio (10,11/33.)

(viene de: 9. Otra vez Zumalacárregui)
http://zonaizquierda.org/Libros/COLIS-Los_infiernos_del_caudillo_5.htm



10. UN UNIFORME NUEVO

Esto sí que ha sido una sorpresa agradable. Tras la blasfemante interpretación del Cara al Sol de cada jornada, esta vez he amanecido impelido en el escenario que tocaba (es un pensar por no desesperar, amanecer...), con uniforme nuevo. Ni rastro de manchas de los vómitos de Sofía, ni cuajarones putrefactos de los malandrines carlistas y, además me brillan los correajes, hebillas, condecoraciones y zapatos. Han desaparecido las gafas rosas de Lorca. Y huelo a Floïd, más que oler, apesto a Floïd.


Me aparezco a mí mismo montado en un caballo de piedra, o de bronce, no sé, pero es duro, muy duro. Y yo estoy dentro de esta mi propia efigie, como una momia de Buda matrioskado, tal que si fuera también yo de piedra o bronce. Pero mis ojos ven a través de mi efigie. Llevo mis gafas Ray-Ban, y mi efigie también... ¿cómo es que si las tengo justo delante, y han de ser también de piedra o bronce, veo a través de ellas? ¿Y cómo puedo ver el uniforme impoluto, incluso mis zapatos lustrosos y todo lo demás, si no puedo mover la cabeza? No lo sé, ni creo que en el mundo de los vivos hubiera quien pudiera explicárselo. Pero veo, aunque todo lo vea de color de la piedra oxidada, o mohosa. Y veo frente a mí bancos, balaustres, porciones de escaleras, y también otras efigies que no reconozco, y son muchas, hasta lo que mi ángulo de visión me permite ver. Hay una de espaldas, tumbada, de pedestal pequeño. Por el jopo de pelo engominado distingo es la estatua de José Antonio Primo de Rivera lleno de cagadas de paloma. Es como si a todo lo que veo le hubiera caído una generosa lluvia torrencial, a mí mismo también, y a él acabaran de almacenarlo, tras varios días sin lluvia. O sea, que llevo aquí algún tiempo... o no, puede ser que lloviera el anoche ilusorio mismo y sobre José Antonio no porque ya estaba aquí, cagado de antes.


En cualquier caso estamos almacenados e inmóviles. Me alegra nuestra condición pétrea porque estando así no podremos entablar conversación alguna, ¿qué podría decirle? Si hay dos personas con las que no me gustaría encontrarme en estos escenarios sería con José Antonio o con mi padre.


No hago sino tratar de olvidar a mi padre que me ha venido de sopetón a la mente cuando se abre un enorme portón por el que entra desde la calle una línea vertical de luz y asoma la figura recortada de la hermana tornera, que me busca con la mirada, me encuentra y corre hacia mí, con el enorme escapulario del doctor Freud pendulándole desde el cuello a ambos lados de las caderas, y enarbolando su libreta de notas. ¿Pero, qué quiere esta mujer de mí? A mí la legión, gritaría, y ese sólo deseo pensado impulsa no sé qué resortes de mi rígido envoltorio y me siento espoleando a mi caballo de piedra, que da un respingo sobre el pedestal y salta hacia la línea de luz, y hacia ella vamos de un salto, como si voláramos.


Y me veo enseguida galopando por mi avenida de Madrid, la del Generalísimo. Mi caballo es más veloz que los vehículos que ruedan por la avenida, nos dirigimos hacia la plaza de Castilla, quizá vamos hacia la estación de Chamartín. Allí tomaría el Ter vía el norte, hacia las Vascongadas, hacia cualquier parte, lejos... pero no, veo que el caballo lleva su ruta ya trazada, pues gira en redondo saltando coches que hacen sonar el claxon y transeúntes que se cagan en mi padre. Cada vez que lo hacen veo más cerca a la hermana tornera, montada en el pescante de un vehículo, que me parece es del cuerpo de bomberos.


Hemos virado por Bravo Murillo hacia Cuatro Caminos, llegamos enseguida a Quevedo y el caballo opta por la bifurcación de la derecha de San Bernardo hacia la glorieta de Ruiz Giménez, y no por la de Fuencarral hacia la de Bilbao. Cuando giramos para tomar la calle Alberto Aguilera veo que el coche de bomberos está cada vez más cerca, y calculo que de no galopar a mejor ritmo nos alcanzará antes de llegar a Princesa.


Otro giro a la derecha por Princesa y nos encaminamos a tumba abierta hacia el paraninfo de la Complutense. Cruzamos la Ciudad Universitaria como una exhalación. Veo a ambos lados a universitarios que se cagan en mi padre, y en mi santa madre... y ya los faros del camión de los bomberos en el que va la hermana tornera casi rozan los cascos de mi caballo, cuando distingo a lo lejos los cerros del Valle de Los Caídos. Y a punto está de embestirnos por la cola el vehículo rojo cuando llegamos como por ensalmo a las escaleras del santuario. Veo desvanecerse un grupo de gente, han de ser los del coro de rojos que tan mal canta el Cara al Sol alrededor de mi tumba, y entonces el caballo se detiene en seco en posición de estatua ecuestre y salgo impelido por encima de su cabeza yendo a caer justo precisamente sobre mi lápida y, sin romperla ni mancharla, entro en el nicho de golpe y tal que caigo me quedo, rígido e inmóvil, muy cansado, pero con el uniforme nuevo.


Casi inmediatamente cae junto a mí la hermana tornera. Veo al romano Octavio tomando nota como siempre de todo lo que pienso, suspendido en el aire sobre nuestros cuerpos, de cúbito supino ambos, la monja y yo.


¡Qué mal huele usted hoy, don Francisco!


Es una mezcla muy desagradable entre el desinfectante de los almacenes del ayuntamiento, las cagadas que he ido recibiendo durante todo el trayecto, y el sudor acre del caballo de piedra, y supongo que también huelo a todo lo que he ido acumulando en esta estación intermedia durante el tiempo que llevo aquí, que ya me parece es demasiado,
le contesto.


Pues no, dice ella apuntando algo en su libreta de notas, yo creo que es por el Floïd. Apesta usted a Floïd.


Y sé que lleva razón. ¡Qué cambiado he visto Madrid, por cierto!, iba a decirle, pero creo que ya no está a mi lado. No veo nada.


Lo del uniforme nuevo ha sido un detalle, las cosas como son... Dios mío...



11. EL SANTO ALZAMIENTO EN EL DRAGON RAPIDE

El 19 de julio de 1936 tomé, y tomo ahora de nuevo en este escenario de opereta, el biplano civil De Havilland Dragon Rapide con matrícula G-ACYR de la compañía británica Olley Air Services, que alquilaron en su día Juanito de la Cierva y Luisito Bolín (y que han vuelto a alquilar para esta farsa recalcitrante), con el objetivo de trasladarme desde Gando a Tetuán, simulando una expedición de caza de un grupo de ricachones ingleses. Y esta vez lo tomo sólo porque me lo hacen tomar, por exigencias del guión, porque si por mí fuera no lo haría, ya que el santo alzamiento en ese aparato me marea mucho y porque éste es uno de los escenarios y jornadas más infieles a la historia como fue. Y ahí voy a ello, sin remedio.


En esta reedición inventada para mi tormento, ¿a santo de qué?, resulta que se montan conmigo en el avión Millán Astray, Sanjurjo, Berenguer, Queipo de Llano, Silvestre, el comandante Subirán (que no me quita ojo, nunca se fió de mí), Camilo Alonso Vega, el periodista Ruiz Giménez (que, muy fantasmón él, firma Tebib Arrumi), y el pelota de Manuel Aznar, que me saca de quicio pues se ha autoproclamado y autoerigido en panegirista laudatorio y asaz empalagoso de mis triunfos pasados, presentes y futuros, y se le nota mucho que sólo lo hace para colocarse, o para recolocarse mejor de lo que ya lo está, y sacar provecho de la pelotería y sobe de mi persona. Se montan además en el Dragon Rapide el piloto y dos artilleros, mis asistentes y los de todos ellos, no sé cómo creen que vamos a caber tantos en este avioncillo. Es para comer cerillas.


Aunque no se me ocurrió a mí la idea de esta treta es muy mía, y ahora, a tiro hecho, se apuntan muchos de estos a su autoría, a mayor gloria de su recuerdo, malnacidos, en vida mía no se habrían atrevido. Es muy fácil para los guionistas estos inventar razones y argumentos, y se les da una higa la verosimilitud... (¿he pensado verosimilitud?, se me van notando las enseñanzas de Punset).


Si hubiésemos viajado tantos en su día, aparte el despropósito político que supondría, y de haber conseguido remontar el vuelo, seguro que hubiéramos caído en picado al poco de comenzar a volar y nada de lo sucedido, y que fue cierto, hubiese acontecido, para desgracia de la Patria.


Intento poner orden y cordura en este escenario, pero nadie me hace caso y vamos montando como podemos, unos sobre otros. Para comer mixtos, dice Millán Astray, porque no se fía de fortalezas sin barbacanas y desde lo suyo en Loma Redonda le dan vahídos cada vez que gira la cabeza. Poco que me escuchan todos, se nota que aún no saben quién seré. Subirán no me quita ojo. A Aznar todo le parece bien, una cosa y la contraria, de todo es partidario, porque de todos planea sacar algo y por eso soba, resoba y requetesoba. Se enervan los motores, el avión se sacude y empezamos a rodar por la pista y al poco despegamos y rebotamos, varias veces, hasta que por fin el piloto logra levantar el morro del aparato tratando de dejarse aspirar hacia el cielo. Pero enseguida nos advierte que el avión no puede con tanto peso y que corremos peligro de caer al mar, y entonces, José Millán Astray, que es un héroe vocacional de ideas rápidas, abre una de las portezuelas y comienza a arrojar a los asistentes... y está a punto de tirar a Aznar cuando el avión se endereza y asciende con naturalidad y sin esfuerzo. ¡No se me encorajine, don Manuel, le dice a Aznar, que de ser necesario yo mismo me arrojara!...


No sé si como Zumalacárregui en el suyo, cada uno de los que me acompañan tiene este escenario de Gando a Tetuán, hacinados en el Dragon Rapide, como propio y particular. Pero no sé cómo no pueden darse cuenta de que este escenario y esta jornada son míos. Pero, claro, como no saben cómo terminó esto en aquello... aunque están aquí al buen tuntún, bien lo sé, son figurantes. Y ellos debieran saberlo de la misma forma que yo lo sé en el escenario de Guzmán el Bueno, aunque haga cosas sin ton ni son, apareciendo bajo la caponera del castillo de Tarifa, tratando de hurtar el cuchillo al moro.


Ya clarea el albor de la madrugada en la pista de Sania Ramel de Tetuán, cuando descendemos y aterrizamos. Vamos saliendo atropellados todos por Millán Astray que dice que ya creía que después de lo del barranco de Amadí, lo de Draa-el Asef, lo de Fondak de Ain Yedida, y finalmente lo de Loma Redonda, le parecía que había llegado a su fin a la quinta, en alguna parte en el mar entre Dando y Tetuán. Pero no, habrá de ser a la sexta, grita. Y hace una especie de baile de cojitranco, manco, tuerto y feo feroz, más feo que Sócrates, dice como si me leyera el pensamiento, estampándome un sonoro beso en la frente, y luego le da un vahído. ¿He pensado Sócrates?


En la pista nos están esperando el coronel Sáenz de Buruaga, Luisito Bolín, el doble espía Philby y el traidor de mi primo Ricardo. No sé a qué viene esto, porque aquello no fue así, pero, ¿qué me importa?... Todos se hacen fotos (no encontramos a Berenguer ni a Queipo de Llano, los debió tirar al mar José a la vez que arrojaba a los asistentes), dando sus versiones reporteadas de la aventura y del glorioso principio del alzamiento en lo que entiendo yo es una anticipación flagrante del guión a los hechos como fueron. ¿Con qué objeto, a santo de qué? Vienen corriendo a unirse a las celebraciones un grupo que trae botellas y copas de champagne, y que cuando llegan hasta el pie del avión veo que son tres de Los Cuatro de Cambridge, acompañados de Federico García Lorca, con sus gafas rosas y prismáticos de teatro. Ahora entiendo la vida del doble espía Kim Philby, y de estos sus compañeros, viciosos maricones comunistas, Anthony Blunt, Donald MacLean y Guy Burguess. Obviamente no saben aún que la Inteligencia Británica se encargará de ellos, en su momento, todo llegará. Tampoco Millán Astray sabe que morirá dieciocho años después de esto en la cama, enfermo del corazón...


El champagne me hace un efecto extraño, siento que me evaporo, desaparezco... ¿A dónde vas, Paquito?, oigo que dice mi primo Ricardo...


(Continuará: 12, 13- INTERMINABLES REFLEXIONES EN ESTE ADARVE (1 y 2).


 

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