DE LA AMISTAD AL TEMOR
 

Por Darío Ruiz Gómez*


Los griegos, recuerda Hanna Arendt, sostenían que la amistad es algo que se coloca más allá de la intimidad señalando “el fin de la emigración interior” Es el concepto de la philia que Aristóteles pone como condición para el bienestar común porque supone la amistad fraterna. De ahí que la esencia de la amistad esté en el dialogar pues sostenían que solamente un hablar juntos, constante, podía unir a los ciudadanos en una Polis o sea en un territorio marcado por el afecto como el propiciador de la isegoría o sea el dar la palabra a los otros. Agrega la Arendt algo esclarecedor: el mundo no se hace humano por el hecho de que la voz humana resuene en él, sino que sólo se hace humano cuando se lo ha convertido en objeto de diálogo. La bellísima metáfora sobre la emigración interior se refiere a permanecer en ese estado de zozobra en que entramos cuando se amenaza a nuestro espacio de diálogo e instintivamente nos damos cuenta de estar en peligro ya que estamos siendo desalojados del lugar en que las voces comunes se reconocían. ¿Hacia dónde se nos conduce cuando quien gobierna ha ido borrando la certeza de que el espacio que nos unió en el diálogo no nos será arrebatado? La Philias se establece cuando mediante el diálogo nos humanizamos reconociéndonos en los otros bajo un espacio de bienestar. La Polis –la ciudad
no puede cobrar existencia sino a partir de la confianza y la seguridad que es cuando nos referimos a la mutua confianza. ¿Qué sentimos, repito, cuando el espacio para la confianza, para fraternizar se empieza a resquebrajar? El mundo ya no es humano en la medida en que no constituye el centro del diálogo y está amenazado por la suspicacia, el pánico y la desconfianza. Recordemos lo que académicamente significa el diálogo: discusión sobre un asunto o sobre un problema con la intención de llegar a un acuerdo o de encontrar una solución. Estamos naturalmente refiriéndonos a personas que dialogan pues esta conversación desprevenida es la que nos humaniza, es la que santifica los espacios de la ciudad y reconoce una autoridad por sus méritos cívicos.


Aquello que en una supuesta mesa de diálogo llega a convenirle a unos representantes del Estado frente a un grupo violento que quiere “buscar la paz”, puede fácilmente deslizarse hacia lo peor al convertirse en un acuerdo de conveniencias mutuo para no hacerse daño. Pero ¿Qué es aquello que se enjuicia a quiénes destruyeron la democracia? Un acuerdo sin la abierta condena de la violencia totalitaria puede convertirse en la vía para el no reconocimiento de los humillados, de los ofendidos, por parte de dos bandos que, sin abrirse al diálogo con las víctimas, acuerdan salir indemnes de aquello que propiciaron. “Cuando todos seamos culpables estaremos en la verdadera democracia” recuerda Albert Camus, porque la firma de la paz servirá para medir la catástrofe moral que ha supuesto la infamia de la guerra frente a cuyas consecuencias nadie podrá argumentar qué es o ha sido ajeno a este derroche de inhumanidad. Me refiero a la actitud de la sociedad alemana que trató de lavarse las manos ante los crímenes de los nazis cayendo en la ceguera moral, en, como señala Bauman, la pérdida de sensibilidad ante el terrible sufrimiento de los indefensos. Esta indiferencia nos convierte en victimarios o sea en culpables por omisión. El diálogo es una muestra de madurez moral porque los pactos acordados entre poderes olvidan a la sociedad en nombre de la cual paradójicamente dicen actuar, lo que finalmente termina por desatar el rencor de los humillados, la venganza por lo no reparado.

 

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Darío Ruiz Gómez, es escritor, ensayista, periodista, teórico del arte y el urbanismo, crítico literario y poeta colombiano. Se ha desempeñado además como profesor universitario y columnista. Su obra enlaza profundamente con la memoria colectiva de los años 70, 80 y 90 de su país, particularmente dramáticos.
 

  

 

 

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