INFORME SOBRE EL SENADO (21)
NACIONALISMO (1)*
Texto e ilustración de O COLIS**
Decía
Gerald Brenan en el prólogo a la primera edición inglesa de su libro El
laberinto español (1943): “Lo primero que hay que observar (en los
españoles) es la fuerza del sentimiento regional y municipal. España es
el <país de la patria chica>. Cada pueblo, cada ciudad, es el centro de
una intensa vida social y política. Como en los tiempos clásicos, una
persona se caracteriza en primer lugar por la vinculación a su ciudad
natal o, dentro de ella, a su familia o grupo social, y sólo en segundo
lugar a su patria o Estado”.
Un tal día como hoy, hace 68 años, me sacaron a pasear por primera vez a
la calle. Parece ser que todos los días transcurridos de mayo y junio
desde mi nacimiento fueron fríos y lluviosos en Logroño y por eso no
dejaron que me diera directamente el aire y el sol riojanos hasta pasado
el 40 de mayo. Según me contaron tantas veces, salí en cochecito
encapotado, acompañado de mi madre y mi padre, y de Fritch, un niño
austríaco que vivió en casa de mis padres tras la II Guerra Mundial, y
que fue durante un tiempo mi hermano mayor. Tengo un recuerdo nebuloso
de él y de las muchas anécdotas que mi madre contaba con mucho cariño y
nostalgia de aquél niño que durante un tiempo le llamó mamá. Aún no
habían nacido ni mis hermanas, ni mis hermanos. Aquél día de junio, los
cuatro pasamos bajo el gran arco floral de Herbentia, que cada año por
las mismas fechas instalan a la salida Este de la calle Portales, en el
lugar en el que se rasgó la muralla tras las guerras carlistas y que da
a la confluencia de Muro del Carmen con Muro de Cervantes. Siempre que
estoy allí por estas fechas me gusta pasar bajo el arco y pasear por la
vieja y bonita calle Portales hasta el muro de 11 de Junio y el Arco del
Revellín, luego salgo extramuros y me voy hacia el Ebro para dar la
vuelta a los puentes. En estos días se ha celebrado san Bernabé, patrón
de Logroño y, desde la Transición, también el día de La Rioja. Fritch
Strauss es ahora abuelo, vive en Salzburgo y hace mucho tiempo que no sé
nada de él. Salzburgo es una ciudad de extensión y población muy
parecidas a Logroño, y la atraviesa el río Salzach, en forma parecida a
la que el Ebro atraviesa Logroño.
Entre tantas cosas importantes que me enseñó mi padre, la de saber
pasear por las ciudades quizá sea la que he desarrollado más. Él era un
urbanita convencido y paseaba por Logroño como si lo hiciera por primera
vez; los edificios, las calles, los monumentos, el mobiliario urbano,
los entendía y comentaba como un senderista que recorre el camino y los
bosques, riachuelos, oteros, plantas, de los que se sabe experto. Se
detenía para comprobar los cambios en la rehabilitación de tal o cual
edificio, el leve y casi imperceptible avance del pie del árbol sobre la
piedra del alcorque, el del musgo en la columna por la parte en la que
nunca le da el sol, o el desgaste de la pileta de la fuente por el
efecto del chorrillo constante del agua golpeando siempre sobre el mismo
punto. Saludaba a los árboles que le caían especialmente bien como si
fueran personajes con nombre propio, les daba palmaditas en el tronco, y
a mí me parecía que los árboles le devolvían el saludo. Siempre decía
que un día estudiaría botánica a fondo, pero nunca tuvo tiempo, se
pasaba el día trabajando en la clínica, o con sus hijos e hijas en los
pocos ratos libres que le sacaba al día.
Y si había un lugar por el que le gustaba pasear comentándolo como
senderista, nunca como turista, era Madrid. Había estudiado medicina en
la Facultad que había entonces en la calle san Bernardo, y se encontraba
en Madrid en 1931, el día que se proclamó la II República. Me contó que
en una de las ventanas enrejadas que dan a la calle san Bernardo estuvo
encaramado dando vivas, cuando la gran manifestación del 14 de abril.
Vivía hospedado muy cerca de allí (y de aquí), en la calle del Pez.
Con él paseé por Madrid por primera vez cuando era niño y luego, de
adolescente, y también años después, cuando estudiaba aquí y él venía a
verme. Con mi padre conocí los lugares emblemáticos de Madrid, desde el
Retiro y el Museo del Prado, hasta el Palacio Real y esta plaza de la
Marina Española, en la que vivo ahora. Entonces el edificio del Senado
era un lugar vetusto que parecía abandonado, de los muchos que había en
aquel Madrid desmoronado, y en la polvorienta plaza jugaban los niños al
fútbol alrededor del gran catafalco en el que Antonio Cánovas del
Castillo mira hacia el Suroeste desde 1901. Cuando volví a Logroño
después de mi primera visita a Madrid, todos me preguntaron por los
lugares que había conocido y por lo que me había gustado más. Y más que
Las Meninas, la Casa de Fieras del Retiro, o el estadio Santiago
Bernabéu, más que cualquier otra cosa, lo que impresionó verdaderamente
fueron los gigantescos carteles de cine de la Gran Vía, especialmente la
enorme imagen de Gary Cooper de cuerpo entero, anunciando la película
Solo ante el peligro (High Noon), de Fred Zinnemann, enorme anuncio que
creo se hizo en la factoría de Enrique Herreros. Años después, a finales
de los 60, en el gran patio del Palacio de la calle de la Luna, trabajé
en ese oficio de embadurnar con guache lienzos retroproyectados para
carteles de cine, a 25 pesetas la sesión. Uno de los dueños de aquel
negocio era el dibujante Antonio Mingote.
Entonces, Madrid era una parte importante de la unidad de destino en lo
universal que era España, pero España estaba vertebrada por la fuerza, y
yo era un joven antifranquista ignorante, más díscolo que
revolucionario, más ácrata que comunista. Cuando Pablo Lizcano me pasó
El laberinto español, de Gerald Brenan, aprendí de golpe muchas cosas de
esta España que -según la cita apócrifa que Alfonso Guerra endilgaba a
Otto von Bismark- “es el país más fuerte de Europa porque llevaba siglos
tratando de autodestruirse sin conseguirlo”. Pablo fue quien me
introdujo en la historia del anarquismo español, y Ángel Pastor, Ángel
Fernández Santos y Miguel Bilbatúa los que me dejaron libros sobre
marxismo. Recuerdo especialmente el interés que me despertaron Antonio
Gramsci y el historiador Gabriel Jackson. Por ellos intuí enseguida que
más pronto o más tarde, la España invertebrada de Ortega tendría que
tomarse algún día en serio el proyecto de vertebrarla, ya fuera en el
federalismo socialdemócrata o en el iberismo anarquista, o en una mezcla
sensata de todo ello, como promueven hoy algunos movimientos ciudadanos.
Y precisamente en esto estamos ahora, justo antes de las nuevas
elecciones generales del día 26J, otra vez.
Creo que todos los partidos están configurados como coalición de
personas e intereses específicos, y que la única coalición que trata de
afrontar esto del nacionalismo cuanto antes, y de una vez por todas, es
la que han formado Alberto Garzón y Pablo Iglesias (con EQUO, que
siempre se me olvida, perdón). Los del PP y Ciudadanos están empeñados
en que España debe seguir siendo una unidad de destino en lo universal,
aunque sea por la fuerza; el PSOE, nosabenocontesta, se esconde, duda.
Aunque alguno de sus barones no vea mal afrontar el tema desde el
federalismo republicano.
El jueves pasado asistí a la presentación de un libro, ¿Qué es el
federalismo? Escrito por la catedrática emérita de Filosofía Moral de la
UAB, Victoria Camps, Joan Botella, catedrático de Ciencia Política en la
misma universidad, y Francesc Trillas, profesor de Economía, también de
la Universidad Autónoma de Barcelona. En la mesa estuvieron sentados con
ellos Alfredo Pérez Rubalcaba, y el jurista Carlos Jiménez Villarejo.
Todos pensaban que el Estado federal podría protegernos en el futuro de
los acuciantes separatismos, tanto de los de derecha como de los de
izquierda. Pero creo yo que no se atrevían a asumir que quizá esto llega
quizá tarde para evitar las propuestas soberanistas catalana y vasca, y
que, sobre todo, ahora toca afrontar el envite social del referendum,
como proponen UnidosPodemos, coalición que les despierta la más
inquietante de las zozobras, sobre todo a Rubalcaba.
En “La construcción de la Nación española, republicanismo y nacionalismo
en la Ilustración", Mario Onaindía, doctor en Filología Inglesa e
Hispánica, reflexiona sobre dos modelos históricos de entender la
nación, uno republicano, en donde la patria es el lugar donde el
ciudadano vive libre de expresar sus ideas, incluso las separatistas; y
otro, el nacionalismo, donde el ciudadano lo es por el hecho de haber
nacido en un determinado territorio (sentimiento, más que sentido de la
propiedad), pero en el que no es libre de expresar sus ideas
antiseparatistas o federalistas puesto que el modelo de patria se da por
terminado y definitivo. Pero resulta que ahora, en España, la cuestión
materno filial de las patrias chicas que menciona Brenan se ha
complicado con la de la abuela, Europa, pues en torno a ella se trata de
acoger por un lado a una familia de primos lejanos, la Europa de los
pueblos, en una especie de superrepública con otros límites y fronteras,
y por otro en un territorio en la que los vecinos pequeño patriotas
serán arrendados del poder económico internacional, y ya no se deberán a
la prosperidad y estabilidad de sus pequeñas patrias, sino a la de los
arrendatarios. Y la pretensión de éstos no es organizarnos en liberales,
nacionalistas o republicanos, esto no es importante para ellos, sino en
súbditos fieles de su poder económico. Mientras nosotros, los españoles
y los que no quieren serlo, nos debatimos en modelos de autogobierno,
los de las tablas de la ley de la abuela, los nuevos inquisidores, van
comprometiendo a los poderes políticos (nuestros representantes
nacionales) de las patrias más o menos chicas a sus leyes. Porque ahora
la única nación que nos trata de subyugar en una sola quiere hacer de
todas las patrias chicas una unidad de destino en lo comercial.
“Y ahí es donde viene lo del TTIP”, me dice J, mientras fumamos un
cigarrillo a la puerta de la taberna, mirando sin mirar a Cánovas.
Nota de la ilustración: Paseando la ciudad con mi padre..
Primavera, 11/06/2016
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