Por aquí, en los alrededores del Senado, se
percibe esa tensa calma que precede a las tormentas. Sus señorías vuelan
en círculos, móvil en mano, pastando el aire. Husmean el desprecio
ciudadano hacia los políticos y su trabajo. Flotan y planean bajo, como
si fueran drones espía, porque han reparado en que es evidente que ya no
vale sólo lo de las votaciones cada cuatro años y olvidarse de la
ciudadanía y su mandato; se barruntan que la democracia trata de abrirse
paso a codazos y con exigencias, y quieren verla, observarla de cerca,
los más para conocerla y vigilarla, algunos para acompañarla. Pero la
democracia está como ausente, porque tampoco la mayoría de los votantes
se la creen, ni siquiera la visualizan. Y no sólo esos que no votan
nunca, que son del partido de ausentes que siempre gana, sino muchos de
los que votan. Los de derecha, que no tienen más remedio que enrojecer y
reconocer para adentro que sus representantes la han cagado bien cagada
(porque les están pillando, no por otra cosa), en lugar de cambiar de
partido, o dejar de votar, han decidido advertirnos que todos los
políticos son iguales (como ya nos advertía Franco), y para seguir
votando a los suyos tratan de callar la boca a los de izquierda y a sus
votantes, con asuntos como el de la cabalgata de Carmena, las amistades
de Ada Colau, los tuits de Zapata, o este último de los titiriteros.
Para mí, la verdad, la pancartilla esa que sacan una y otra vez en todos
los telepartes pudiera tener otra intención. “Gora Alka Eta” no me
parece ensalzatorio del terrorismo euskaldún, todo lo contrario, creo
que trata de mostrar, uniéndolos, que venga de Alkaeda o de Eta, ambos
terrorismos son igualmente nefastos. A mí me llega así, y no creo que a
los abertzales, con o sin pasado, les haga mucha gracia la frase. Pero a
los hipócritas que dicen les importan tanto los niños, en lugar de
encontrar de una vez el momento para investigar la delictiva efebofilia
secular de la curia que ha abusado y abusa de tantos niños, o los robos
de bebés para entregárselos a familias franquistas de toda la vida,
exclaman ese ¡uy que ha dicho...!, como si se escandalizaran con el
retablillo. Sin embargo, cuando Federico Jiménez Losantos dice que “Veo
a Errejón, Bescansa, Maestre y si llevo la 'lupara' (escopeta recortada)
les disparo, menos mal que no la llevo... Son los únicos que me suscitan
odio de clase, les veo y empezaría la Revolución Francesa”, opinan, como
yo, que esas cosas que dice Federico son cosas que pertenecen al ámbito
de la libertad de expresión. Y pudiera ser que en el estadío paranoico
en el que deben hallarse las conciencias de los hipócritas, acaben
creyéndose que se escandalizan de verdad con los titiriteros y
comprenden a FJL. Tienen una capacidad asombrosa para la mentira , y
acaban por sentir necesario que sea verdad, y se hace, la hacen verdad
sin problemas, verdad prístina (aunque, como diría mi amiga Ana Lía, la
mentira queda anclada en el inconsciente individual y va royendo).
Entre ese descontento general por la política de los políticos, y lo que
tildamos en el sentido estricto como mentira, está la sospecha de los
fingimientos entre opositores, que se intercambian silencios por
silencios, delitos por delitos, como si fueran cromos, y ellos niños
devenidos en corporativistas amorales. En su artículo “Corrupción o
Intercambio Político” (Zonaizquierda.org), Liliana Pineda cita algunas
consideraciones de Susan Rose-Ackerman (Universidad de Yale), que
aparecen en su libro “Corrupción y Economía Global”: <Para Susan Rose-Ackerman,
si la corrupción se predica de las formas de intercambio político, es
porque "se sigue utilizando una concepción rigurosa de política". Según
S. R-Ackerman, el hecho de que suelan tildarse de corruptas -aunque no
comporten la percepción de un beneficio económico individual- aquellas
formas de negociación o de corporativismo (como la parcialidad, el
favoritismo, el clientelismo, el lobbismo, la representación funcional,
la discriminación en la enunciación y aplicación de normativas, y todas
aquellas que sirven para obtener prestigio o apoyo electoral o cargos
públicos), plantea la necesidad de establecer “criterios” que permitan
diferenciar las prácticas que operan como medios propicios para la
corrupción (falta de publicidad, trasparencia y control) de los propios
actos y actantes corruptos, para no caer, nos dice, en una inversión
valorativa, que lleve a tomar el atajo de afirmar que las organizaciones
políticas, el parlamento, o la propia democracia, son en sí mismos
corruptos...>
El presidente en funciones nos ha advertido de que a él se la
refanfinfla cómo acabe constituyéndose la Cámara Baja y el gobierno de
la nación, y con qué condiciones o desideratum esencial se establezca,
porque aquí, en la Cámara Alta, tienen mayoría. Y eso se hará notar, ya
se nota. Van a revalorizar el Senado y sus funciones, como si nuestra
querida plaza de la Marina Española fuera su Fort Álamo. Los senadores
del Partido Popular ya vuelan aquí entre las filas como veteranos con
mando, saludan a los clientes y camareros de la taberna, y a los
gorriones como yo, con mayor profusión de medios, y en voz más alta.
Aunque los nuevos del partido de Albert Rivera (antes Alberto Ribera) se
producen con más timidez, como novatos que son. Esta mañana he observado
algún corrillo de estos nuevos neoliberales encaramados en las ramas más
altas de los plátanos desnudos, hablando en voz baja, como para que no
se les viera, y no se les oyera. Y no sólo se les veía, sino que
refulgían deslumbrantes, porque destacaban de ellos los trajes color
cortefiel, las corbatas celofán de chuches, los calcetines frutas de
Aragón, los zapatos de plástico fino. De hecho los he estado dibujando y
o no se han dado cuenta, o han creído que era un artista de paso. A los
del PP no se les ocurriría esto, esperarían a que los árboles estuvieran
cuajados de hojas para esconderse entre ellas. La veteranía es un grado.
Y desde el el esquinazo de la calle Torija en el que estoy dibujando,
frente al Instituto de Bachillerato Santa Teresa de Jesús, y el saborío
rosa-fucsia Café de Chinitas (flamenco para guiris), parece que el
edificio de la Inquisición mirara de soslayo y con paciencia, a los
senadores rampantes. Ese edificio hace bloque, manzana, entre la calles
del Reloj y Fomento. Es un lugar grave, serio, y está cerrado a cal y
canto (aparentemente, al menos). En su esquina con Fomento se ve una
gotera inmensa que los días de lluvia oscurece parte de la fachada de la
última planta (supongo que alguien habrá informado de esto, pero debe de
ser que no hay recursos para recorrer el tejado y arreglarlo, porque
lleva así desde hace, por lo menos, dos años).
Una de las funciones principales de las instituciones que agrupaba La
Santa Inquisición -bajo control directo de la monarquía-, era la de
vigilar, combatir y castigar a los heréticos (como los titiriteros), y
su capacidad de intervención era total, podía actuar en todos los
ámbitos y fue especialmente beligerante con los reformadores. Y más de
uno de esos políticos de hoy que piden los tanques, la suspensión ad
divinis de algunas autonomías, la cárcel incomunicada para los
titiriteros, les parecería más que conveniente que arreglaran las
goteras del edificio inquisitorial y se trasladaran allí competencias e
inquisidores competentes que pusieran a raya a los reformadores. Aunque,
como asegura ese autodenominado dechado de inteligencia, cultura
universal y buenas maneras, Federico Jiménez Losantos, en la derecha
también hay mucho reformador “maricomplejines”. ¡A la hoguera con todos
ellos! Y no creo ser un suspicaz exagerado, Franco y Torquemada aún
tienen culto y sus fieles y oficiantes ven herejes relapsos a los que
hay que finiquitar para limpiar la patria al fuego vivo. Porque como
cantaba Krahe: “la hoguera tiene, qué sé yo... que sólo lo tiene la
hoguera”.
Mientras pienso y reparo en esto, me da un escalofrío y trato de
adivinar entre los malescondidos de los árboles a alguno que por su
aspecto pudiera delatarse a mis espantados ojos como favorable a la
reimplantación de la bula de Inocencio IV, <Ad extirpanda>, que bendice
el uso de la tortura para obtener con ella la confesión de los
detenidos. En Israel se practica legalmente y sin tantos circunloquios
procedimentales, a las claras. Porque alguno de esos que debaten en las
ramas de los árboles y que no reparan en que estoy aquí (o que si me
observan sólo ven a un dibujante sin pensamiento) podrían llegar a la
conclusión de que vendría bien a todos los españoles una única
institución que juzgara por igual a todos, una especie de organismo
interestatal que pudiera actuar a sendos lados de las fronteras
autonómicas, mientras que los agentes ordinarios de la justicia no
puedan rebasar los límites jurisdiccionales impuestos por la
Constitución. Y, la verdad, imagino que cualquiera de ellos podría
convertirse en justiciero Antonio das Mortes inquisitorial, al servicio
del TTIP.
“¡Ya estamos!”, me dice mi amigo J en la taberna cuando le enseño el
dibujo. “Es que no ves más que por los ojos del miedo a ese tratado...”
“No, J, es que hoy estoy especialmente sensible y me temo que además del
tratado, a mí, como artista, me atizarán con el malleus maleficarum...
no ves que como también soy titiritero...”
Nota sobre la ilustración: Desde 1780, el edificio del Consejo Superior
del Santo Oficio está en el número 14 la calle Torija, en donde tiene su
entrada principal, y da también a las calles del Reloj y Fomento. Es un
caserón dieciochesco de dos plantas y mazmorras, construido por el
arquitecto Ventura Rodríguez, arquitecto mayor del Ayuntamiento y
también de la Inquisición, y completado por Mateo Guill. En su fachada
está inscrita esta leyenda: Exurge Domine et judica causam tuam (Álzate
Dios, y juzga tu causa). Antes de esas fechas el tribunal se albergaba a
pocos metros, en el número 4 de la calle Isabel la Católica (hoy hay un
hotel cuyo restaurante se llama Inquisición). Los condenados eran
llevados de Torija a la plaza de Santo Domingo, lugar en el que se
celebraban los autos de fe, y de allí hasta la plaza Mayor, lugar
principal de las ejecuciones hasta 1795. Todas estas actividades
siniestras imprimieron carácter al barrio, pues muchos de los oficiantes
en la macabra función vivían en él. El Consejo Supremo del Santo Oficio
tuvo su sede en este edificio entre 1780 hasta su desaparición en 1820.
La Inquisición fue suprimida en 1808 por José Bonaparte, y en 1813 por
las cortes de Cádiz. En 1814 fue restablecida por el nefasto Fernando
VII, hasta su definitiva desaparición, decretada por el régimen liberal
en 1820. El inmueble se convirtió en sede del Ministerio de Fomento,
cuyas dependencias albergó hasta que en 1849 pasaron al antiguo convento
de la Trinidad en la calle Atocha, que había sido desamortizado en 1836.
Posteriormente pasó a albergar un hotel inglés y después una imprenta,
hasta que en 1897 se convirtió en convento de las Madres Reparadoras. Me
sorprende encontrar tallada en cemento una cartela que dice: Edificio
asegurado de incendios.
14 de febrero de 2016
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