Como
nativo-norteamericano de origen, crecí viendo películas de indios y
vaqueros como un juego en el cual se mataba a todos los indios, y cuyo
momento culminante se producía cuando los tipos blancos rodeados en el
vagón del tren hacían caer a tiros a los indios de sus caballos, hasta
que todos los pieles rojas morían, muy en silencio. Los indios no
gritaban mucho de dolor cuando eran acribillados a balazos; simplemente
espiraban al recibir el impacto. Lo mismo ocurría con los dentudos
japoneses, una fila tras otra, cargando contra las ametralladoras de los
norteamericanos, caían instantáneamente muertos en silencio. Estos
rituales cinematográficos de muerte eran, de alguna manera, bastante
limpios, casi antisépticos, todo puesto en escena para el más amplio
consumo popular con el fin de demostrar la inevitabilidad –y la
justicia cósmica– de la victoria final sobre las razas más oscuras.
Se trataba de la
leche materna de la nación americana blanca, que es por lo que Richard
Prior y chicos como yo éramos fanáticos de los indios. El asesinato de
masas está en el núcleo de la religión nacional norteamericana, que es
una celebración de una marcha genocida a través del continente, lleno de
otros seres humanos condenados. La contribución norteamericana a la
cultura europea fue “invitar a todas las naciones de Europa” a venir a
estas costas y convertirse en conciudadanos blancos, cuyo estatus fue
definido para segregar a los negros y los pocos indios que quedaban. Se
organizaban rituales donde se quemaba a los negros, organizados como
festivales públicos, a los que asistían miles de personas, que se
colocaban en orden para escenificar y reafirmar el derecho al asesinato
de la colectividad blanca. Este monopolio de la violencia era lo que les
convertía en norteamericanos blancos.
La política exterior
de Estados Unidos refleja sus orígenes y su horrible evolución que les
convierte en una turba global intrusiva, que se empodera a sí misma para
asesinar a voluntad. Un millón de Filipinos a comienzos del siglo XX;
bombardeo aéreo de los poblados haitianos menos de una generación
después, el totalmente injustificado aniquilamiento de dos ciudades
cuando la Segunda Guerra mundial estaba acabada; dos millones de
coreanos muertos poco tiempo después; tres millones de muertos
vietnamitas en la década siguiente Y desde 1995, seis millones de
congoleños, todos y muchos más masacrados en nombre de la superioridad
de la civilización Estadounidense, el horrible opio de las masas
norteamericanas blancas.
¿Qué clase de seres humanos
producen tal cultura? Parafraseando la Biblia “por sus masacres
los conoceréis”. El moderno asesinato en masa norteamericano es un
abrumador fenómeno de los norteamericanos blancos. Sin embargo, pocos
blancos se preguntan por qué se da este fenómeno. ¿“Qué problema hay con
la Norteamérica blanca”? Parece que la Norteamérica blanca carece de la
capacidad de autocrítica. No es capaz de entender la verdad sencilla de
que una cultura que celebra la aniquilación de pueblos enteros de forma
desenfada y sin sentido de culpa o al menos de introspección para pensar
en ello, está desprovista de valores humanos desde su propio núcleo. Al
final, se vuelve contra sí misma. Esta es la sencilla razón de Newton,
de Columbine y de Aurora. La misma deformación cultural crea un inmenso
mercado para los juegos de consola como el popularísimo “El Credo de los
Asesinos”, cuya última versión combina asesinatos individuales y en
grupo con acontecimientos de la Guerra Revolucionaria Norteamericana.
Los chavales norteamericanos pueden simular asesinatos en masa durante
todo el día y sentirse patrióticos e inteligentes mientras lo hacen. “El
Credo de los Asesinos” cuenta con un elenco interracial de asesinos
(posiblemente en deferencia al tipo marrón que ocupa la Casa Blanca, que
tiene en su poder la “Lista de Asesinatos Definitiva”) Es el equivalente
moderno de las películas de indios y vaqueros de mi juventud. La misma
enfermedad contagiosa.