Estados Unidos: descenso a la locura

 


Por Henry A. Girous*, Counterpunch
Traducción: Enrique Prudencio para Zona Izquierda

Estados Unidos ha entrado en uno de esos períodos de locura histórica, pero este es el peor que recuerdo: peor que el MaCarthysmo, peor que el de Playa Girón y a largo plazo potencialmente más desastroso que el de la Guerra de Vietnam.

- John Le Carré


Estados Unidos está cayendo en la locura. Las historias que narra ahora están llenas crueldad, engaño, mentira, falsedad, traición y legitimación de todo tipo de corrupción. Los principales medios de comunicación hacen girar historias que son en gran medida racistas, violentas e irresponsables; historias que celebran el poder y demonizan a las víctimas, a la vez que camuflan el deleznable mensaje con la etiqueta barata del entretenimiento. Narrativas antiéticas de violencia ofrecen ahora la única moneda de curso legal para mediar en las relaciones, resolver los problemas y ofrecer placer instantáneo. Una cultura depredadora celebra un hiperindividualismo narcisista que irradia una casi psicopática falta de interés o compasión por los demás. Intelectuales anti públicos dominan la pantalla, y culturas sonoras nos impulsan a comprar más, disfrutar más y hacer una virtud de la búsqueda del lucro privado, sin dejar de promover una cultura de despolitización del consumismo. El socavamiento de la afirmación de la vida, la solidaridad social y de cualquier noción viable del bien público, el comercio de los políticos de derecha en forma de idiocia y superstición que hipnotiza a los analfabetos y favorece al calculador y aprovechado. El ejército, armado con las armas más modernas de Afganistán desempeña sus fantasías hípermilitaristas en el frente interno, formando equipos robotizados de Armas y Técnicas Especiales que golpean intencionadamente a manifestantes juveniles y mezclan las redadas con partidas de póquer de barrio; los grupos de presión al Congreso de las grandes empresas y contratistas en defensa de la creación de condiciones en las zonas de guerra en el extranjero que puedan ser recreadas en Norteamérica con el fin de ofrecer un sinfín de productos de consumo, tales como armas de alta tecnología y equipos de vigilancia de los barrios y las urbanizaciones privadas y las prisiones, por igual.

La cuestión de quién va a definir el fututo de la propia riqueza de la nación, a conformar el alcance de los recursos del Estado, el control de los flujos globales de mercancías y personas, e invertir en instituciones que eduquen a ciudadanos comprometidos y socialmente responsables se ha hecho en gran parte invisible. Sin embargo son precisamente estas cuestiones, que ofrecen nuevas categorías para la definición de cómo se conformarán asuntos tales como la representación, la educación, la justicia económica y social y la política, las que aún no se han pensado ni definido. Las historias que cuentan los profesionales corporativos de la mentira y la estafa causan graves daños al cuerpo político y ese daño que causan entre todos, junto con la idiocia que fomentan y refuerzan, resultan cada vez más evidentes mientras Norteamérica cae en el autoritarismo, acompañada del miedo y la paranoia generalizada que lo sustenta.

El público estadounidense necesita bastante más que un estallido de indignación o una cadena interminable de manifestaciones. Es necesario desarrollar una cultura formativa para producir un lenguaje para la crítica que cree la posibilidad del cambio político de amplia base. Tal proyecto resulta indispensable para el desarrollo de una política organizada que hable de un futuro que pueda proporcionar empleo sostenible, un servicio de sanidad decente, educación de calidad y comunidades de solidaridad y apoyo a los jóvenes. Lo que está aquí en juego es una política y una visión que informen las luchas educacionales y políticas en curso para despertar a los ciudadanos de las sociedades neoliberales a la realidad actual y a lo que significa impartir y recibir una educación que permita no solo pensar más allá de un sentido común impulsado por el mercado salvaje, sino que sirva también para luchar por esos valores, esperanzas, formas de solidaridad, las relaciones de poder y las instituciones que difunden la democracia con un espíritu de igualdad y justicia económica y social. Por esta razón, cualquier lucha colectiva que valga la pena tiene que abarcar la educación como centro de la política y fuente de una visión embrionaria del buen vivir fuera de los imperativos del capitalismo depredador. Como he argumentado en otra parte, muchos progresistas están atrapados en el discurso apocalíptico de la ejecución hipotecaria y el desastre y la necesidad de desarrollar lo que Stuart Hall llama un “sentido de la política educativa, de la política que cambie según la forma de ver las cosas de la gente”. Esta es una tarea difícil, pero lo que estamos viendo en las ciudades que se extienden desde Chicago a Atenas y otras zonas muertas del capitalismo en todo el mundo, es el comienzo de una larga lucha por las instituciones, por los valores y las infraestructuras que hacen de la educación crítica y la comunidad el núcleo de una democracia robusta y radical. Este es un desafío para los jóvenes y todos aquellos investidos en la promesa de una democracia que se extiende no solo en el sentido de la política, sino también como un compromiso con la justicia económica y el cambio social democrático.

Las historias que contamos sobre nosotros mismos como estadounidenses ya no hablan con los ideales de la justicia, la igualdad, la libertad y la democracia. No existen figuras imponentes como Martin Luther King, Jr., cuyas historias entretejían la indignación moral con el coraje y la visión de la vida, y nos inspiró para imaginar una sociedad que nunca encontrábamos suficientemente justa. Historias que una vez inflamaron nuestra imaginación, ya degradada, abrumando a una población con anuncios sin escalas que reducen nuestro sentido del quehacer diario al imperativo de las compras. Pero estos no son los únicos relatos que disminuyen nuestra capacidad de imaginar un mundo mejor. También estamos inundados de historias de la crueldad y miedo que socavan los lazos comunitarios y empañan las visiones viables de fututo. Diferentes historias, las que proporcionan un sentido diferente de la Historia, la responsabilidad social, el respeto por el bien público, una vez se impartían y distribuían por nuestros padres, iglesias, sinagogas, escuelas y líderes de la comunidad. Hoy en día las historias que definen quienes somos como individuos y como nación, las cuentan los medios de comunicación derechistas y liberales que difunden las conquistas de las celebridades; millonarios, políticos éticamente congelados que predican las virtudes relacionas entre sí, como el libre mercado y la economía de guerra.

Estas historias neoliberales tienen tirón porque parecen minar el deseo público por una rigurosa rendición de cuentas, los interrogantes críticos y la apertura, ya que generan empleo e ingresos para los llamados think tanks y los políticos de derecha, que se apresuran a dar contenido a los medios corporativos y a las instituciones educativas. Ocultando las condiciones de su propia creación y procedencia, estas historias engloban tanto la codicia como la indiferencia moral, fomentando las desigualdades masivas en riqueza e ingresos. Además, santifican también el funcionamiento del mercado, crean una nueva teología política que inscribe su sentido en nuestro destino colectivo que se regirá en definitiva y exclusivamente por las fuerzas del mercado. Tales ideas probablemente no solo contienen un homenaje a la sociedad distópica de Ayn Rand, sino también un reconocimiento de la versión de no ficción de Margaret Thatcher que predicó el evangelio neoliberal de la riqueza: no existe nada más allá del lucro individual y los valores del orden social.

Las historias que dominan el paisaje norteamericano encarnando el significado común entre los fundamentalistas del mercado y de la religión de ambos partidos políticos principales: las medidas de austeridad y de “conmoción y espanto”, los recortes de impuestos a los ricos y poderosos y la destrucción de los programas gubernamentales de ayuda para los pobres, ancianos, y enfermos; los ataques a los derechos reproductivos de las mujeres, los intentos de suprimir las leyes de identificación de votantes, el pareo de los votos en el Colegio Electoral; asaltos de pleno derecho al medio ambiente, militarización de la vida cotidiana, destrucción de la educación pública y del pensamiento crítico también, un ataque en curso a los sindicatos, en las disposiciones sociales, y a la expansión de la ayuda médica, y una reforma significativa y reaccionaria de la atención sanitaria. Estas historias son infinitas, repetidas por neoconservadores y neoliberales, muertos vivientes que deambulan por el planeta chupando la sangre en vida de todo el que encuentran: de los millones que murieron en las guerras de agresión, destrucción, saqueo y ocupación; de los millones de presos en las cárceles de nuestro país; y en los países invadidos.

Todas estas historias encarnan lo que Ernst Bloch denominó “la estafa del cumplimiento”. Es decir, en vez de fomentar una democracia arraigada en el interés público, se alienta un sistema político y económico controlado por los ricos, pero cuidadosamente envueltos para convertirlos en consumistas y militaristas a la vista de todo el mundo. En lugar de promover una sociedad que abrace un contrato social sólido e inclusivo, se legitima un orden social que destruye la protección social, aumenta los privilegios de los ricos y poderosos e infringe un conjunto enloquecedor y devastador de lesiones a los trabajadores, las mujeres, las minorías, los inmigrantes, los pobres y la clase más desfavorecida, al igual que a los jóvenes de clase media baja. En lugar de luchar por la estabilidad económica y política que infringe incertidumbre y precariedad a los norteamericanos marginados por clase o raza, en este mundo al revés la ignorancia se convierte en virtud y el poder y la riqueza se utilizan para la crueldad y el privilegio, en vez de convertirse en recursos para el bien público.

De vez en cuando podemos vislumbrar lo brutal que se ha vuelto EE.UU. en los relatos tejidos por políticos cuya arrogancia ante el pueblo contrasta con la sumisión ante la autoridad superior, para ocultar su estrechez de miras, su hambre de poder, la crueldad y las privaciones de las políticas que defienden. Los ecos de una cultura de la crueldad se pueden escuchar en el discurso de políticos como el senador Tom Coburn, republicano de Oklahoma, que cree que todas las ayudas, incluso a los desempleados, personas sin hogar y trabajadores pobres que son quienes más sufren en su estado natal se deben eliminar en nombre de las medidas daustericidas. Lo escuchamos en las palabras de Mike Reynolds, otro político de Oklahoma que insiste en que el gobierno no tiene la responsabilidad de proporcionar a los estudiantes el acceso a una educación universitaria a través de un programa estatal de “escolarización post-secundaria para estudiantes de bajos ingresos”. Encontramos evidencias de una cultura de la crueldad en numerosas políticas que hacen evidente que los que ocupan los peldaños más bajos de la sociedad, las familias de bajos ingresos, las minorías pobres por clase social o por raza, los jóvenes desempleados que fracasaron en su examen de ascenso a consumidores, forman la parte desechable de la sociedad, completamente excluida tanto en términos de consideraciones éticas como de gramática del sufrimiento humano.

En nombre del austericidio, los recortes presupuestarios que se promulgan recaen principalmente, si no exclusivamente, en las personas y grupos que ahora sufren más. Texas, por ejemplo, ha promulgado leyes que cancelan la continuidad de un programa de cuidados médicos que proporciona atención médica a personas de bajos ingresos. Consecuentemente, se quedarán sin atención médica 1.5 millones de personas con bajos ingresos como resultado de la negativa del Gobernador Perry a que su Estado forme parte de la ampliación de la atención sanitaria de Obama. Esto no es sólo cuestión de una decisión política partidista, sino la expresión de una forma de crueldad y barbarie, ahora dirigida contra los que se consideran desechables en una sociedad basada en un darwinismo social salvaje en la que solo sobrevive el más apto. No resulta sorprendente la apelación de la derecha a trabajar hasta caer muerto y a la aplicación de la austeridad como forma de tortura medieval actualizada, destripando miríadas de programas, cuya carencia agravará el sufrimiento humano para muchos y el lucro solo para la clase depredadora de banqueros neofeudales, gestores de fondos buitre y financieros que se alimentan con las vidas de los más desfavorecidos.

La respuesta de progresistas y liberales en general no toma en serio las formas en que la extrema derecha articula su opinión cada vez más generalizada y destructiva en la sociedad estadounidense. Por ejemplo, los puntos de vista de los nuevos extremistas en el Congreso se tratan a menudo, sobre todo por los liberales, como una broma cruel que está fuera de la realidad, o como un intento temerario de hacer retroceder la agenda de Obama. En la izquierda, estos puntos de vista suelen ser criticados como una versión nacional de las tácticas de los talibanes consistentes en mantener a la gente sumida en la idiocia, la opresión de las mujeres, la vida en un círculo de certezas inmutables y la conversión de todos los canales de la educación en una máquina de propaganda masiva de norteamericanismo fundamentalista. Todas estas posiciones se basan en elementos de una agenda profundamente autoritaria. Pero las críticas que se les hacen no van lo suficientemente lejos. La política del Tea Party es algo más que una mala política, es una política que favorece a los ricos en detrimento de los pobres, o para el caso, trata de los modos de gobierno y las posiciones ideológicas que representan una mezcla de vileza cívica y moral. El orden oculto de las políticas neoliberales en este caso representa el veneno del neoliberalismo y su continuo intento de destruir esas instituciones cuyo propósito es enriquecer la memoria pública, evitar el sufrimiento humano innecesario, proteger el medio ambiente, gestionar las prestaciones sociales y salvaguardar el bien público. Dentro de este marco de racionalidad, los mercados no solo son liberados de la regulación gubernamental progresista, sino que quedan liberados de todas las consideraciones de los costes sociales de su gestión. Y en donde la regulación gubernamental permanece, lo hace solo para rescatar a los ricos y apuntalar el conglomerado de las instituciones financieras en quiebra. Es decir, lo que Chomsky denomina el partido político único de EE.UU., el partido de los negocios. Las historias que tratan de encubrir más el abrazo histórico y la amnesia social de Norteamérica al mismo tiempo, para justificar el autoritarismo con una democracia untada de vaselina y debilitada a través de mil cortes en el cuerpo político. ¿Cómo sino podríamos explicar la buena disposición del gobierno de Obama para asesinar ciudadanos estadounidenses supuestamente aliados con terroristas, monitorear en secreto los mensajes de correo electrónico y los mensajes de texto de sus ciudadanos, utilizando el NDAA para arrestar y detener indefinidamente sin cargos ni juicio a supuestos espías y someterlos a un injusto Tribunal Militar, utilizar drones como parte de una campaña mundial de asesinatos en que se mata arbitrariamente a personas inocentes, para acabar justificándolo todo como daños colaterales?

Como señala Jonathan Turley: una nación autoritaria se define no solo por el uso de poderes autoritarios, sino por su capacidad para utilizarlos. Si un presidente puede quitarnos nuestra libertad o nuestra vida por su propia autoridad, todos los derechos se convierten en poco más que una concesión discrecional sujeta a la voluntad de actuar.

En el núcleo de la ideología neoliberal, se encuentran los modos de gobernar y las políticas que predican y practican un individualismo patológico, una noción distorsionada de la libertad y la voluntad tanto de emplear la violencia estatal para reprimir la disidencia y abandonar a los que sufren una serie de problemas sociales que van desde la pobreza extrema al desempleo, pasando por los que no tienen ni hogar. Al final se trata de historias de indisponibilidad en que un número creciente de grupos sociales son considerados prescindibles y además una carga económica para el sistema político-económico y cuya presencia resulta desagradable para la sensibilidad de los ricos y poderosos. En lugar de trabajar en una vida más digna, la mayoría de los estadounidenses ahora trabaja sencillamente para sobrevivir en un sistema de darwinismo social, en una sociedad en que salir adelante un día más y la acumulación de capital (especialmente para la casta gobernante) es la única diversión de la ciudad. En el pasado, algunos valores públicos fueron impugnados y ciertos grupos se vieron siendo objeto de agresiones por ser considerados superfluos o inútiles. Pero, lo que hay de nuevo en las políticas de la indisponibilidad que se ha convertido en un elemento central de la política estadounidense contemporánea, es la forma en que estas prácticas antidemocráticas se han convertido en algo normal en el orden neoliberal existente. La política de desigualdad y las disparidades de poder despiadado, ahora se corresponden con una cultura de la crueldad empapada de sangre, humillación y miseria. Las injurias privadas no sólo están separadas de las consideraciones públicas en tales narrativas, sino que con la pobreza y la exclusión se han convertido en objetos de desprecio. Del mismo modo, todas las esferas públicas no comerciales en que dichas historias se pueden oír, son vistas con desprecio, un complemento perfecto de la indiferencia escalofriante de la difícil situación de los desfavorecidos y marginados.

Cualquier lucha viable contra las fuerzas autoritarias que dominan Estados Unidos debe hacer visible la indignidad y la injusticia de estos relatos y de las condiciones históricas, políticas, económicas y culturales que las producen. Esto sugiere un análisis crítico de cómo las diversas fuerzas educativas de la sociedad estadounidense están distrayendo y proporcionando una deficientísima educación a la gente. Las respuestas políticas y culturales dominantes en los actuales acontecimientos, como la crisis económica actual, la desigualdad de ingresos, la reforma de la sanidad, el huracán Sandy, la guerra contra el terror, el bombardeo del maratón de Boston, la crisis de las escuelas públicas de Chicago, Filadelfia y otras ciudades, representan focos que revelan un desprecio cada vez mayor por los derechos democráticos de las personas y de las responsabilidades públicas y los valores cívicos. Como la política está desconectada de sus amarres éticos y materiales, se hace más fácil castigar y encarcelar a los jóvenes que educarlos. De la retórica exagerada de la derecha política y de los medios de comunicación dirigidos por el mercado vendiendo anteojos de violencia, la influencia de estas fuerzas criminogénicas y saturadas de muerte que se encuentran en las vidas cotidianas todos los días, están socavando nuestra seguridad colectiva, al justificar los recortes a las ayudas sociales y las restricción de oportunidades para la resistencia democrática. Saturando los discursos de los medios de la corriente principal con narraciones contra lo público, la maquinaria neoliberal de muerte social debilita efectivamente el apoyo público y evita la aparición de nuevas formas muy necesarias de pensar y de hablar de política en el siglo XXI. Pero más aún que neutralizar la oposición colectiva al creciente control y la riqueza de las élites depredadoras financieras que ahora ejercen el poder en todos los ámbitos de la sociedad norteamericana, las respuestas a las cuestiones están cada vez más dominadas por una caracterización maligna de los grupos marginados como población desechable. Mientras tanto las zonas que están siendo abandonadas, como Detroit, aceleran el deterioro de los instrumentos y mecanismos tecnológicos. Una de las consecuencias de esto es la difusión de una cultura de la crueldad en la que el sufrimiento humano no se tolera, sino que es visto como parte del orden natural de las cosas.

Antes de esta mentalidad peligrosamente autoritaria existía la posibilidad de tomar fuerzas de nuestra imaginación colectiva y ánimos de nuestras instituciones sociales, lo que resulta fundamental para los estadounidenses que piensan ética y críticamente sobre las fuerzas coercitivas que configuran la cultura de EE.UU., para enfocar nuestra energía en lo que se puede hacer para cambiarlos. No será suficiente solo exponer la falsedad de las historias que nos cuentan. También tenemos que crear un discurso alternativo sobre lo que la promesa de la democracia podría ser para nuestros hijos y para nosotros mismos. Esto exige un descanso de los partidos políticos establecidos, la creación de esferas públicas alternativas en las que se producen las narrativas democráticas, las visiones de futuro y una noción de la política educativa, es decir, tomar en serio la forma en que las personas interpretan y deliberan en el mundo, cómo se ven a sí mismas en relación con las demás y lo que significaría imaginar otras maneras de existencia posibles, con el fin de actuar también de otra forma. ¿Por qué no salen a protestar en las calles millones de personas contra estas políticas bárbaras que les privan de la libertad, la justicia, la igualdad, la dignidad y la vida? ¿Cuales son las tecnologías pedagógicas y prácticas de trabajo que crean las condiciones para que las personas dejen de actuar en contra de su propio sentido de la dignidad, de la mediación y de las posibilidades colectivas? Los progresistas y otros necesitan hacer tema central de la educación, fundamental en cualquier sentido viable de la política, con el fin de hacer que aflore todo lo que esté en nuestra memoria y los elementos centrales de la conciencia de lo que significa ser críticos y ciudadanos comprometidos.

También hay una necesidad de los movimientos sociales que invocan historias como una forma de mantener viva la memoria histórica y pública, historias que tengan el potencial de mover a la gente a invertir en su propio sentido la acción individual y colectiva; historias que consigan que el conocimiento significativo se una con un pensamiento crítico y transformador. Si la democracia inspira una vez más una política populista, resulta crucial desarrollar cierto número de movimientos en los que las historias que se cuentan no queden nunca completas, pero estén siempre abiertas a la reflexión personal y colectiva, con capacidad de ampliar las fronteras de nuestra imaginación colectiva a las luchas contra la injusticia donde quiera que se produzca. Solo entonces las historias que ahora paralizan nuestra imaginación, la política y la democracia podrán ser desafiadas y, esperamos, superadas.


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* Henry A Guiroux ocupa actualmente la Cátedra de Profesor en Global TV Network en la Universidad MacMaster, Departamento de estudios culturales y lengua inglesa
Es profesor visitante distinguido en la Universidad de Ryerson. Su último libro publicado es The Educational Deficit and the War on Youth. Su website es www.henryagiroux.com

Fuente:
http://www.counterpunch.org/2013/08/12/americas-descent-into-madness/

 


 

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