L´Etat, c´est nous: ¿Quién controlará el Estado egipcio?
El ejército egipcio se interpone en el camino de la revolución y los
revolucionarios tendrán que retomarla directamente.
Por Mark Levine*, ALJAZEERA
Traducción: Enrique Prudencio, para Zona Izquierda
El ejército egipcio ha anunciado al primer presidente de Egipto elegido
en las urnas, Morsi, que su mandato terminó el 3 de julio.
Se ha pulsado el gran botón de reiniciación de la Historia.
Después de 887 días de protestas, gases lacrimógenos, tanques, camellos,
caballos, campamentos, marchas, perdigonadas, balas reales, ultras,
buena música, torturas, violaciones, decepciones, lanzas, cuchillos,
campañas de Facebook, matones encubiertos, detenciones, militares,
hombres con cimitarras, juicios, elecciones, referendos, anulaciones,
huelgas, luchas callejeras, rescates extranjeros, teatro extremista
revolucionario, graffiti, series de televisión, círculos de estudios
leninistas y salafistas, sentadas; los jóvenes revolucionaros de Egipto
han logrado hacer casi lo imposible: forzar al “Nizzam” (sistema) a
reiniciar un proceso de transición profundamente defectuoso, de manera
que, al menos en la superficie, figuraran civiles a cargo del tenso
proceso de transición que probablemente estaba condenado al fracaso
desde el momento que el SCAF tomó el control.
Era una noche cálida y confusa del 12 de febrero de 2011, cuando llegué
al restaurante de la azotea de uno de los clásicos hoteles “boutique” de Zamalak, después de haber sido expulsados de la plaza Tahrir, cuyo
ambiente de celebración ya había comenzado a deteriorarse, cuando los
activistas salafistas arremetieron contra los escenarios donde artistas
heroicos de la revolución estaban a punto de comenzar su actuación y
pandillas de hombres comenzaron con lo que se ha convertido en la
horriblemente predecible caza de mujeres en la multitud para violarlas.
El ambiente del restaurante era tenso y también comprensiblemente
aprensivo, ya que al menos un par de docenas de jóvenes activistas de la
revolución del 25 discutían con otros activitas de más edad las
cuestiones más urgentes que se hallaban delante de ellos:
Trataban de decidir entre continuar con las protestas para seguir
presionando aún más a los militares con el fin de forzarles a aceptar
una transición controlada por civiles, como en Túnez, o si los
activistas deberían aceptar una transición encabezada por los militares,
confiando en la buena voluntad del ejército y en el poder del pueblo
ahora claramente asentado para asegurar la estabilidad durante los meses
siguientes con el fin de darle al pueblo egipcio tiempo suficiente para
recuperarse después de aquellos intensos 18 días.
Esta situación no tenía precedentes para mí. Como si se tratara de una
pelea de una mala película de acción, un tipo “debilucho de 50 kilos de
peso” (la sociedad civil liderada por jóvenes egipcios), se las había
arreglado para conseguir colocar un soberbio gancho de derecha en el
mentón del campeón de los pesos pesados (el ejército egipcio) que le
deja tembloroso y a merced del enclenque. Otra andanada de golpes podría
tirarlo a la lona para siempre. ¿Deben tratar de acabar con él antes de
que tenga tiempo de recuperarse? ¿O si lo hicieran terminarían
despertando la furia de un león acorralado, que de pronto se revuelve
listo para atacar sin piedad para desarmar la amenaza que tiene frente a
él?
Este era el dilema con que se encontraban los jóvenes revolucionarios,
en cierta medida de forma accidental (accidental en el sentido de que
nadie imaginó el 25 de enero de 2011 que sus protestas provocarían una
revolución que cambiaría la historia.) Ninguno de los presentes en esa
reunión, ni ninguno de los activistas egipcios que haya conocido, se
hacían ilusiones sobre la naturaleza, los objetivos o las intenciones de
los estrategas y autoritarios militares egipcios, que habían gobernado
el país desde 1952. Cientos de miles de manifestantes podrían haber
cantado “el pueblo y el ejército forman un todo”, pero los organizadores
de Tarhir, al igual que muchos egipcios, conocían mucho mejor lo que
tenían entre manos. Ellos sabían que el ejército les estaba utilizando
tanto como ellos al ejército, en un matrimonio de conveniencia que les
permite hacer historia, pero que podría irse a pique en cualquier
momento.
En un país donde el 40% de la población vive con 2 dólares diarios o
menos y con los activistas y el pueblo recuperados ya de dos semanas y
media de protestas, parecía estar surgiendo ese consenso que se hacía
rogar, cuando se temía que las masas egipcias no podrían resistir en su
actividad durante semanas y semanas de vida política en el caos y el
estancamiento económico y que sería necesario obligar al ejército a
aceptar una transición dirigida por civiles sin que controlan totalmente
la situación. Y así, la transición liderada por el SCAF (civiles y
fuerzas armadas) se puso en marcha, con la esperanza de que el ejército
pronto se daría cuenta de que también quedaban cumplidos sus deseos
mediante el “pastoreo” de una transición al poder civil lo más pacífica
posible.
Nada que perder
Los últimos dos años y medio han transcurrido en gran medida más o menos
como uno podría haber imaginado una vez que el SCAF asumió el control de
la transición. El amplio control de la política egipcia por parte de los
militares durante medio siglo, su enorme control de la economía –
incluso en la transición al orden neoliberal del capital, que se suponía
iba a debilitar el control de las viejas élites – pero que en términos
generales las fortaleció-, su naturaleza autoritaria y patriarcal y el
apoyo organizado de sus principales patrocinadores occidentales y
árabes, dejó a todos con pocos incentivos o capacidad para llevar al
país por un camino que realmente condujera a la libertad, la dignidad,
la justicia social y en general a una vida mejor para la mayoría del
pueblo egipcio.
El problema era y sigue siendo, que el único camino para lograr los
objetivos básicos de la revolución, literalmente, la creación de un
nuevo estado, un nuevo conjunto de relaciones de poder, y nuevas
instituciones a través de las cuales fluyera ese poder que sería
ampliamente distribuido entre toda la sociedad egipcia: el poder social,
el económico y el político. Pero para ello los militares tendrían que
renunciar a parte del poder y al orden que representaban. Mientras que
los militares controlen el proceso político y económico en Egipto, la
mayoría de los egipcios tendrían que vivir por debajo de su potencial
económico y político.
La luna de miel entre el ejército y los revolucionarios terminó poco
después de empezar, tan pronto como los militares empezaron a reprimir
las manifestaciones de los activistas y a efectuar detenciones entre
ellos, sin derecho a juicio civil, incluso cuando el Estado comenzaba a
sacar a flote su estructura política a través del proceso
constitucional, legislativo y electoral. Durante el verano y el otoño de
2011 y la primavera y otoño de 2012, las fuerzas revolucionaras
volvieron a tomar las calles, pero para asegurarse de que no estaba todo
perdido.
Aliados naturales, en las condiciones adecuadas
La Hermandad Musulmana estaba bien posicionada para situarse en una
posición importante en el orden post Mubarak, no solo por su conocido
historial, la popularidad y la fuerza de la organización, sino también
debido a que durante la anterior generación sus líderes habían sido
integrados en la élite económica con gran participación en el sistema,
de modo que el movimiento conocía las reglas del juego que debía
respetar cuando alcanzaran el poder político.
Como instituciones altamente patriarcales y autoritarias, los militares
y los Hermanos Musulmanes tenían un potencial poder de cooperación
significativo, especialmente una vez que los intereses económicos de los
principales dirigentes se acercaron a los del resto de la élite egipcia
(proceso que comenzó cuando los líderes como el ahora depuesto
presidente Morsi y Khaiter al-Shater todavía estaban en prisión.) De
hecho, en retrospectiva, la purga de los miembros más jóvenes de la
Hermandad realizada al final del año 2000 parece más una “limpieza de
cualquiera que se opusiera a este proceso de integración –la
neoliberalización de Ikhwan - que un acto de purificación doctrinal.
La situación presente, en que los militares han depuesto un presidente
de la Hermandad, no era inevitable. Si Morsi no hubiese hecho un trabajo
tan pésimo como presidente, los militares y el Estado profundo que
pastoreaba habrían vivido felizmente en un sistema constitucional que
deja el poder y los presupuestos en gran medida fuera de los límites del
emergente sistema político-religioso, cuya imposición de una visión
conservadora de la sociedad estuvo al servicio de los intereses de la
élite del poder en su conjunto, al modo en que el auge del
conservadurismo social en EE.UU ha servido igualmente los intereses de
su élite bastante bien.
Pero la única manera en que esto pude haber triunfado, hubiera sido si
el gobierno de Morsi hubiera concedido suficiente voz a las restantes
fuerzas políticas del nuevo sistema para hacerles sentir que parte del
éxito era también suyo. Morsi y la Hermandad fallaron espectacularmente
en esta tarea con su estrecho enfoque sobre las cuestiones sociales,
incompetencia gestora y una Constitución que con toda seguridad podía
ganarse la animadversión de amplios segmentos de la sociedad egipcia.
Pero el fallo de Morsi no fue culpa suya exclusivamente. A pesar del
hecho de estar controlado por religiosos conservadores, la disolución de
la cámara baja o Parlamento cerró uno de los espacios políticos
constitucionales donde los egipcios podían negociar, moderar e incluso
hacer retroceder con el nuevo liderazgo, no dejando a nadie para el
normal tira y afloja para que los políticos transpiren. Así, la calle se
convirtió en el único vehículo viable par realizar oposición al nuevo
orden, una situación que inevitablemente reforzó a una uniformemente
antagónica relación entre la oposición y el presidente y sus aliados.
Estado de flujo - ¿se han convertido los militares en el Makhzen?
Como ocurre en muchos procesos de transformación revolucionaria, los
egipcios han permanecido sin Estado en muchos aspectos desde la salida
de Mubarak. El ejército podría haber mantenido e incluso aumentado su
poder en el sistema post Mubrak ya que las redes clientelares y
religiosas, así como las propias instituciones y los conductos a través
de los cuales fluyó durante mucho tiempo el poder a través de todo
Egipto, transmitiendo las disposiciones para su gobernanza, se han ido
desintegrando (como ha puesto en evidencia el fracaso del Estado incapaz
de proveer a los ciudadanos los servicios más básicos), sin haber sido
reemplazados por otros nuevos que los sustituyeran. Incapaz de
consolidar una nueva arquitectura para un nuevo sistema, Morsi, en
última instancia, solo podía considerarse a sí mismo como la encarnación
y representación del Estado hasta derramar la última gota de su propia
sangre. Por su parte el ejército se considera claramente a sí mismo,
sino colindante con el propio Estado egipcio, sí el principal conducto a
través del cual se pueden satisfacer las necesidades y deseos de los
ciudadanos (así que actuó contra Morsi porque “percibió – dada su aguda
visión – que el pueblo buscaba su apoyo”. Pero al contrario que en el
año 1952, ahora los militares no están capacitados para proporcionar al
país un proyecto ideológico original sobre el que crear un nuevo Estado.
A falta de ello, su principal estrategia para mantener la “legitimidad”
que Morsi pierde tan rápidamente, es la de servir como el gran mediador
de las fuerzas sociales y políticas que, abandonadas a su suerte,
desgarrarían el país en pedazos. En la definición de su papel militar,
el ejército ha tomado una de las páginas del Estado más profundo del
mundo árabe, la monarquía marroquí y el Makhzen, la élite política y
económica que lo rodea, es dirigida y servida por el ejército. Es una
decisión inteligente, teniendo en cuenta el gran desgaste que sufre el
ejército cuando gobierna directamente el país. Al situarse por encima de
la política partidista y los intereses económicos, el Rey y el Makhzen
han gobernado Marruecos durante siglos resguardado de la erosión que ha enviado a otros regímenes al basurero
de la historia, y garantizando un nivel de arraigo del poder político y
la corrupción que es la envidia de muchos regímenes autocráticos. Es un
record que los militares egipcios desearían batir. Cabe preguntarse si
el pueblo egipcio aceptaría la Makhzenificción del ejército egipcio. El
liderazgo transitorio está formado por figuras como el Papa Copto y el
Jeque Al Azhar, sin mencionar al presidente interino Adly Mansour, la
primera persona nombrada por Mubarak para presidir la Corte
Constitucional, todos baluartes del viejo régimen. En cuanto al grupo
revolucionario que se encuentra dentro de la dirección, el movimiento
Tamarod representado por El Baradei, él y los líderes principales de
Tamarod como Mahmoud Badr, han colmado de elogios a los militares en los
últimos días, una actitud que ha molestado a muchos activistas
revolucionarios. Sin embargo, resulta muy difícil imagina que Badr o a
cualquier otro líder de la “rebelión” crean realmente en las buenas
intenciones de los militares y demás residuos del orden anterior. Así
que quizás todo este lenguaje de enamorados no es más que decir lo que
hay que decir y como se debe decir para que los militares reinicien el
proceso de una manera que permita a los revolucionarios interpretar el
rol que les ha sido negado en la primera vuelta. Quizás sea el
Movimiento Tamarod y los millones de activistas que protestan en las
calles de Egipto (al parecer el mayor torrente y efusión revolucionarios
de la historia), los que están jugando con los militares y el Estado
profundo y no al contrario.
Quién juega con quien se aclarará en los próximos meses. La única forma
en que la “rebelión” podrá completar su transformación revolucionaria
será erradicando de raíz la actual oligarquía financiera egipcia y
eliminando drásticamente las redes políticas clientelares concomitantes,
profundamente arraigadas que siguen aún controlándolo todo. Y puede que
los militares no estén por la labor.
Hay dos maneras en que se podría llevar a cabo el cambio revolucionario.
La primera sería que el renovado proceso de transición creara un sistema
político que funcionase en el que, como ha ocurrido en muchos Estados
post-autoritarios en los últimos 20 años, los líderes políticos elegidos
democráticamente fuesen drenando gradualmente el poder de los militares,
que dominaban anteriormente (Turquía y América Latina son los mejores
ejemplos de estos procesos). El ejército egipcio conoce perfectamente
este peligro. Así pues, será muy interesante ver cómo intenta manipular
el proceso para garantizar su independencia a largo plazo y el control
de su imperio económico- financiero, en contra de un poder político
emergente que en algún momento se sienta lo suficientemente seguro para
desafiar directamente sus prerrogativas.
El peligro aquí es que a medida que el nuevo sistema se vaya afianzando,
los que fueron idealistas y rebeldes terminen siendo cooptados por el
sistema existente antes de que tengan la oportunidad de cambiarlo.
La otra posibilidad es que los jóvenes revolucionarios del 25 de enero y
del 30 de junio decidan ya que con decenas de millones de personas
detrás de ellos (situación muy diferente a la que existía después de la
revolución del 25 de enero, en que tomaron parte activa muchas menos
personas), pueden permitirse ya dar el golpe proverbial del K.O.
definitivo. Con la economía en las últimas y el país en el precipicio de
una revuelta civil sin precedentes, el ejército está potencialmente en
una posición mucho más débil que después de la partida de Mubarak.
Pocos hubiesen imaginado que los egipcios se volverían contra los
venerables Hermanos Musulmanes con la rapidez que lo han hecho. El
ejército es posiblemente aún más respetado, pero si los líderes
revolucionarios pasan a la esfera de la política y encuentran el
lenguaje adecuado para explicar a los egipcios de a pie el papel jugado
por el ejército en Egipto desde hace años, en que les ha arrebatado la
“libertad, la dignidad y la justicia social” prometida por la revolución
del pueblo egipcio, podrían exigir que el ejército, al igual que la
economía, se sometieran al poder político emanado del pueblo soberano.
En este punto, mientras que pocos egipcios están dispuestos a confiar la
gobernanza de Egipto “a una banda de veinteañeros que nunca han tenido
un trabajo” (como muchos egipcios me han expresado a mí personalmente,
aunque les están agradecidos por liderar la revolución), los “adultos”
se han hecho tal lío con la transición, que ahora la gente probablemente
estará más decidida a darles a los muchachos una parte del poder real en
esta ronda de la transición.
La cuestión se convierte entonces en ¿cómo puede el liderazgo
transicional exigir que las transformaciones económicas profundas en
interés de la gente pobre y de las masas trabajadoras egipcias sean
parte de la arquitectura del nuevo sistema y cómo van a conseguir hacer
frente a los inevitables intentos de los militares para evitarlo que se
lleve a efecto? La exigencia de Tomarod, que relanzó la actividad
revolucionaria incluyendo estas peticiones, rechazando la negociación
continua para “mendigar” préstamos internacionales, y dejar de “seguir
los pasos que les marque EE.UU.” , cuyo programa económico neoliberal ha
moldeado profundamente la economía egipcia durante las últimas cuatro
décadas.
Cuidado con los tecnócratas
Pero la defensa de un gobierno de “tecnócratas” es bastante ingenua, ya
que el trabajo de los tecnócratas, a pesar de la connotación del
término, es precisamente establecer políticas altamente ideológicas que
inevitablemente benefician a las élites a costa de la mayoría de la
gente. De hecho, Egipto tiene una historia larga y ruinosa de la
dominación tecnocrática, del colonialismo a la USAID y el FMI, que se
han disfrazado con un programa supuestamente apolítico y científico para
garantizarle una mayor concentración de la riqueza y el poder a la élite
dominante, a la vez que se producía la marginación y el empobrecimiento
de las masas egipcias.
Al final no puede haber una transición tecnocrática. Tamarod va a tener
que definir un programa político específico que pueda lograr para lograr
los objetivos de la revolución mediante la reducción del poder de la
élite económica que ha gobernado Egipto durante décadas y va a tener que
convencer a los egipcios, tanto de que este programa es realizable como
de que vale la pena volver de nuevo a las calles una y otra vez para
darse cuenta.
El ejército egipcio se interpone en el camino de la revolución y tarde o
temprano los revolucionarios tendrán que enfrentarse a esta realidad con
todas sus consecuencias. La pregunta es: ¿a quien pertenece el Estado
egipcio a los militares y la élite en el poder o al pueblo? Si los
revolucionarios, que han ganado dos victorias extraordinarias en menos
de tres años, pueden encontrar una manera de mantener a las decenas de
millones de egipcios en las calles para derrocar a Morsi en el
cuadrilátero, podrían por otro lado ganar también la batalla. Pero para
eso tendrán que desarrollar y articular el tipo de ideología progresista
que las élites económicas, políticas y religiosas de todo el mundo
llevan décadas haciendo todo lo posible por deslegitimar. Esta es una
batalla que se está librando y que afecta a todos.
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Mark Levine es profesor de historia de Oriente Medio en la Universidad de
California, Irvine y profesor visitante distinguido en el Centro de
Estudios de Oriente Medio en la Universidad de Lund (Suecia). Es autor
del libro sobre las revoluciones árabes Los viejo de cinco años que
derrocaron a un faraón.
Fuente: http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2013/07/201374131418638208.html