, sino un hombre moderado y aparentemente
bien intencionado, dentro de lo cabe allí, como veremos.
Aquél cuento me
recuerda ahora la situación, los argumentos y las tretas que Mariano
Rajoy emplea con los trabajadores de los sindicatos españoles,
engañándolos una y otra vez, cuando se sienta, o asienta, a negociar con
los representantes sindicales, ante la vigilante mirada de la Patronal.
Veréis, dice, cómo estos sacrificios que hacéis ahora tendrán
pronto sus frutos.
Abdul, padre de
Fayeq Dweik, buen amigo mío desde mi primera visita a los Territorio
Ocupados de Palestina, recordaba con lágrimas en los ojos sus olivares,
expropiados años atrás por el gobierno israelí para entregárselos a un
colono polaco de madre judía, por tanto judío de pleno derecho en Israel2.
Abdul visitaba cada día lo que habían sido sus tierras desde el lugar al
que le permitía llegar el muro, al lado de un otero al borde la
carretera del asentamiento, junto a uno de esos innumerables tajos que
desgajan la tierra palestina en cantones o bantustanes3, que
aunque estén fuera de la separación radical del muro son fronteras
infranqueables, por ley, para los palestinos. Allí se quedaba Abdul
durante horas, observando sus olivos, agarrado con rabia al manillar de
la bicicleta que le llevaba y traía todos los días desde Al-Bireh.
Algunas veces, los campesinos palestinos expropiados y abandonados a su
suerte, por no verse obligados a vivir en uno de los campamentos de
refugiados de la UNRWA (United Nations Refugee World Aid), ya que
no tienen a dónde ir, aceptan trabajar para el colono que les arrebata
“legalmente” sus tierras, pero que les permite muy generosamente seguir
viviendo allí con su familia, trabajando para él como empleados a
sueldo. Estos colonos suelen construir grandes casas modernas con sus
quinchos, almacenes y establos, y todos los servicios y ampliaciones que
les proporciona el Estado, junto a la carretera de uso privado del
asentamiento, y lo más lejos posible de la casita y el huertito que
generalmente constituyen todo lo que les queda a las familias campesinas
palestinas de aquello que fue suyo, ya que el campesino palestino, que
nada puede hacer sin el permiso del colono, muchas veces ha de
construirse la choza lejos de la vista de la casa del nuevo propietario.
No siempre, en
realidad casi nunca, las relaciones entre campesinos israelíes y
palestinos es tan “idílica”. Los noar hagyaot del norte de
Cisjordania suelen acosar constantemente a los campesinos palestinos que
aún permanecen resistiendo en sus tierras, para atemorizarles y
desmoralizarles, incluso llegando a atacarles con armas de fuego (que
legalmente poseen para “su defensa y seguridad”, cuando a los palestinos
se les detiene y encarcela por la simple posesión de un cortaplumas), y
así el censo de destrucción de cosechas y campos, y asesinatos de
campesinos palestinos crece año a año ante la más absoluta pasividad
cómplice de las autoridades israelíes. Aquél espíritu del socialismo
teológico que empezó en los primeros kibutzim que implementaron
los mapai de Ben Gurión ha ido transformándose en destructivo
fanatismo criminal por la influencia creciente de las yeshivas,
escuelas talmúdicas radicales, en las que se forman los más religiosos y
agresivos colonos israelíes.
El cuento que me contó Abdul
transcurre al norte de Cisjordania, entre los suaves oteros que ondulan
alrededor del pueblo palestino de Beit Furik (10.000 habitantes
aproximadamente), cerca de Itamar (1.300 habitantes aproximadamente), un
asentamiento de judíos religiosos Gush Emunim4. El
colono judío del cuento vivía entre otros colonos mucho más radicales
que él y por su comportamiento con Taleb se le consideraba “amigo de los
árabes” y de ello presumía el colono con su trabajador expropiado,
aunque, eso sí, como los
Ne'emanei Eretz Israel
abusaba de otros de sus privilegios de ocupante, como el de extracción
furtiva del agua que debiera corresponder a los habitantes y campesinos
del vecino pueblo de Beit Furik5.
Tal y como me lo
contaba entonces Abdul Dweik, esa forma de razonar del colono con Taleb
recordaba los kafkianos racconti de Italo Calvino en Los
amores difíciles, pues el colono utilizaba las mismas formas de la
ironía amorosa con el campesino que se describen en alguno de esos
cuentos. En esas relaciones entre ocupante y ocupado, el colono trataba
de mantener el fraude continuo desarrollando tretas y ardides absurdos
con la pretensión de no hacer caso de demanda alguna, por lógicas o
legítimas que fueran estas, dándole además esperanza a Taleb de que los
sacrificios que le obligaba a asumir tendrían alguna vez, si no pronto,
recompensa.
Tretas tan
similares también, me parece, a las maniobras de Mariano Rajoy con las
pretensiones lógicas y legítimas de los sindicatos españoles, a los que
sistemáticamente engaña prometiendo tras el esfuerzo un futuro feliz, a
no más tardar.
Una vez al mes,
el colono permitía que Taleb le visitara en su casa para rendir cuentas
de la parte de la explotación de las tierras que estaban a cargo del
palestino, dándole la oportunidad de tratar ocasionalmente peticiones,
ruegos y propuestas personales, ya que debía consultarle todos sus
movimientos y cambios de estructura en la parcelita, derribos o
construcciones, o cualquier cosa por mínima que fuera, en esa parte en
la que se le permitía disfrutar privadamente de la vida en familia. Doce
veces al año, y siempre en viernes, a no ser que esos viernes
coincidieran con alguna de las numerosas celebraciones judías, en cuyo
caso se posponía la cita hasta el viernes siguiente, o al siguiente mes.
Y si la visita
debía celebrarse en viernes, opinaba Abdul
–siempre dispuesto a dar
muchas explicaciones adicionales a la historia de referencia,
exactamente como estoy haciendo yo desde que he empezado a escribir esta
historia, al más puro estilo palestino–, era porque ése es precisamente
el día de la semana de las celebraciones religiosas musulmanas y suponía
el colono que le molestaría especialmente a Taleb tener que ir a verle
en viernes. Pero ni Taleb, ni ningún miembro de su familia era musulmán,
sino cristiano, cristiano heterodoxo (hereje de su propia fe, quiero
decir, como todos los cristianos, pues la interpreta cada uno a su
manera) proveniente del área de Nazaret, lugar de donde eran originarios
todos sus antepasados. Por eso insistía el colono en nombrar a Alá con
mucha sorna, aunque aparentemente de forma muy condescendiente con su
gentil trabajador árabe, como para agradarle, cuando, de molestarle a
Taleb acudir a ver a su jefe algún día en especial de la semana, hubiera
sido el domingo. Aunque tampoco en este caso, porque la heterodoxia de
Taleb era bastante occidental, aseguraba Abdul sonriendo entre dientes,
por más que al colono no le entrara en su cabezota que un merodeador6
árabe pudiera ser cristiano.
Las tierras que
ocupaba el colono tenían una extensión de 50 dunam7, una gran
extensión para lo que suele ser habitual en los minufundios palestinos.
En ese momento la explotación tenía una parte de olivares y huertos, y
el resto servía simplemente como asentamiento de ocupación territorial,
a modo de intimidante fortaleza ocupante, verdadero objetivo de la mayor
parte de los asentamientos en los TTOO. La zona que ocupaban Taleb, su
familia, animales y enseres, apenas ocupaba 1 dunam porque, además, el
lugar servía al colono de almacén de leña, tractores, trastos y
cacharros viejos e inservibles, e incluso de ruinas del asentamiento,
que el colono no permitía sacar de allí a Taleb, de modo que la familia
palestina sólo podía disfrutar de una pequeña porción de ese dunam que
constituía la vivienda, el corral y el huertillo. Así que para el
colono, Taleb y su familia eran simplemente merodeadores árabes
musulmanes sin tierra, que seguramente se habían asentado allí durante
el Mandato Británico, aprovechándose probablemente del desconcierto que
se produjo en toda el área tras el fin de las ordenaciones territoriales
otomanas, y que además, como todos los merodeadores allí, querrían
aprovecharse del proyecto sionista de recuperación de aquella parte del
Creciente Fértil. Pero como el colono creía y quería ser un buen
reocupante, sus vecinos colonos le reprochaban tanta magnanimidad con
la familia de Taleb, actitud esta que le causaba no pocos problemas8.
El viernes en el
que comenzaba la historia que me contaba Abdul, el campesino Taleb, en
su reunión mensual con el colono, tras la presentación de cuentas y
enumeración de cuestiones de la explotación del asentamiento que
interesaban al colono, le expuso a éste la necesidad que tenía de
ampliar la superficie de vivienda de su casita puesto que eran ya cinco
viviendo allí: además de él, su madre y su padre, su mujer, Fausille, y
los pequeños Shilouk y Subhji, y ya que en ese lugar, que era apenas un
establo de 50 metros cuadrados, ya vivían apretados e incómodos, más que
iban a estarlo porque su mujer se había quedado embarazada, por lo que
necesitaba ampliar algo la casita, para lo que le pedía permiso para
introducir ladrillos y cemento en su parcelita, y poder hacer la
ampliación enseguida.
Generalmente,
colono y campesino hablaban en una mezcla tortuosa de árabe mizrají e
inglés, pero cuando el colono se enfadaba, varias veces en cada reunión,
solía expresarse en un violento jidish que Taleb entendía bastante bien
pero que hacía como que no, cosa esta muy habitual en la estrategia de
habituación al ocupante de la población palestina. También hay israelíes
que han acabado por aprender árabe, aunque no lo reconocen jamás porque
les parece que es como una traición indigna acomodarse a la jerga inútil
de los merodeadores.
Tras la petición
de Taleb, el colono se quedó pensativo, mirando por la ventana del salón
que daba al mediodía. Se había llevado la mano a la barba y parecía
calcular algo, aunque a Taleb no le extrañó nada la tardanza en
responderle porque era muy habitual que no le contestara a lo que le
preguntaba, incluso a veces se ausentaba de la habitación y volvía
después apremiándole para que terminaran la reunión, quedara o no alguna
cuestión pendiente. Al cabo de un rato, el colono le preguntó sin
mirarle: ¿Y cuántos dices que vivís en la casa? Seis, respondió
Taleb muy pacientemente. Vaya, se sorprendió el colono como si acabara
de enterarse. Y después le dijo: pues ya que “tu” Alá no responde a
“tus” ruegos, tendré que ocuparme yo de “tu” comodidad, ¿no es eso?
Taleb iba a protestar, pero el colono se volvió y tomándole de los
hombros y mirándole a los ojos intensamente le aseguró muy paternalmente
que en demostración de su buena voluntad iba ayudarle.
Tú tienes unas
cuantas gallinas, ¿no es así?
Sí, respondió
Taleb, ocho gallinas y dos gallos.
Bueno, bueno...
Pues vas a hacer una cosa, y por rara que te parezca entiende que esta
es la forma en la que creo puedo ayudarte. Por las noches vas a tomar a
los dos gallos y a las ocho gallinas y las vas a meter a dormir con
vosotros dentro de la casa y allí deberán permanecer toda la noche.
¡Pero si apenas
hay sitio para nosotros seis, ¿cómo va a solucionar ese problema que
introduzca las aves en la casa?!
Es mi decisión,
verás cómo el mes que viene vienes encantado y me lo agradeces como si
hubiera sido una idea de tu Alá.
El colono dio la
reunión por terminada y Taleb volvió a la cabaña y le contó a su familia
cuál era la decisión del colono.
No tendremos sino
que obedecerle, dijo la mujer, no vaya a enfadarse y tengamos que irnos
al campamento de refugiados de Aida, con tus hermanos, y ya sabes cómo
están allí, aquí, al menos estamos sólo nosotros...
Cada atardecer,
uno de los criados del colono, Slomo, iba para comprobar que se cumplían
las órdenes y que Taleb introducía los gallos y las gallinas en el
interior de la casa. Y el pobre campesino cumplía con la absurda orden
cada noche. Aunque Fausille, la mujer de Taleb, opinó que al menos los
gallos no cantaban al amanecer con la oración del fayr que traída
el viento del alba desde el pueblo de Beit Furik, como hacían antes,
cuando les sorprendía en el corral abierto el canto del muecín.
Al viernes
siguiente del siguiente mes, Taleb visitó al colono y tras rendir cuenta
de las aceitunas, lechugas, tomates, huevos y leche de cabra que le
había entregado, y después de alguna discusión a este respecto, el
colono le preguntó por su situación familiar en general. ¿Cómo ha ido la
cosa este mes?, preguntó.
Pues mal, ¡cómo
va a ir!, si ya teníamos problemas antes, ahora es peor, porque las aves
tampoco acaban por acostumbrarse a nuestra presencia y se mueven
inquietas en la oscuridad y ponen menos huevos, cosa que repercute en
nuestra economía y no en la suya, porque usted me obliga a entregar la
misma cantidad de unidades de siempre. Además, mi mujer ha tenido
gemelos y ahora no somos seis, sino ocho y claro, hay menos espacio
disponible... Si al menos me dejara llevar algunos ladrillos a la choza
podría hacer una pequeña ampliación.
Enhorabuena
Taleb, ya tienes una familia numerosa, exclamó el colono. La familia es
el primer ladrillo para el buen orden en la unidad social porque nos
educa en virtudes que llevan a la felicidad auténtica y a la duradera
satisfacción. Enhorabuena. Pero ya que veo que mi idea de las gallinas
no ha surtido efecto todavía, y no creas, ya lo había previsto, debemos
completar el plan con otras aportaciones. ¿No tienes tú una fantástica
chiva de Saanen?
Sí, una vieja
cabra que habrá que sustituir pronto porque empieza disminuir sus
aportaciones de leche y mi madre, que es quien la ordeña y cuida, viene
avisando de esto hace tiempo, como ya le he estado advirtiendo a usted
mes tras mes. Y como nos obliga a entregar la misma cantidad de leche
para sus quesos los que sufrimos la merma somos nosotros. Y, además,
cada vez consume más heno y concentrados...
Bueno, bueno,
habrá que ver cómo y cuándo se sustituye esa maravilla, pero mientras
tanto decido algo al respecto, vas a meterla a dormir también con la
familia. Ya verás cómo esto surte el efecto beneficioso que espero y
deseo para vosotros, y ya me dirás el próximo mes.
Aún le dio tiempo
a Taleb de protestar un momento antes de que se fuera el colono dando
por terminada la reunión, despotricando primero en inglés y luego en un
jidish lleno de interjecciones advocativas muy poco religiosas.
Slomo siguió
vigilando cada atardecer que se cumplieran las órdenes de su jefe y que
Taleb introdujera a las gallinas, los gallos y la chiva en la choza de
la familia campesina y que se quedaban ahí toda la noche.
Mira, decía el
padre, pues no sé tú, pero yo agradezco mucho el calorcillo que aporta
esta vieja cabra.
Uno de los
gallos, el rojizo, que tenía muy mal carácter, atacaba de vez en cuando
a la vieja cabra y los niños reían. Ya ves, decía la abuela en la
oscuridad, hacía tiempo que no se oía tanta risa en esta casa, loado sea
Dios. Y así transcurrían las noches, entre balidos, risas, cacareos y
persecuciones entre los animales.
Al mes siguiente,
cuando el colono le preguntó a Taleb cómo se encontraba su familia
compartiendo el espacio por las noches con los animales, éste le
contestó muy lacónicamente: peor. Y después de un buen rato, el colono
dijo que entendía que tanto ser vivo en ese espacio dificultaba la
intimidad de todos, por lo que se le ocurrió que Taleb debía introducir
de forma permanente algunos elementos inanimados que los animales
consideraran como suyos, porque todos necesitamos de un lugar adecuado,
y los gallos, las gallinas y la cabra también lo echan en falta.
¿Inanimados?, preguntó Taleb que sospechaba que el colono empleaba la
jerga mizrají para desorientarle.
Sí. ¿No hay
detrás del corral un viejo depósito de agua inservible?
Bueno, la
cisterna está inservible porque sus amigos noar hagyaot de Itamar
se entretuvieron durante semanas en disparar sus armas contra ella y
quedó tan perforada que ya no sirve9. Está muy oxidada y no
sé por qué no me deja sacarla de allí, Slomo podría ayudarme con un
tractor y la sacaríamos a los espacios de chatarra que limpian los
voluntarios cada mes en los terrenos de Beit Furik.
Esos noar
hagyaot no son mis amigos, dijo con voz grave, y no te haces idea de
los problemas que me causan esos jóvenes patriotas a mí y a mi familia
por mi condescendencia contigo. Y con respecto a la cisterna vamos a
introducirla en tu casa para crear un espacio de habitabilidad
confortable para los animales.
Taleb trató de
discutir, pero el colono tenía ya la decisión tomada. Diré a Slomo que
te ayude con la gente que haga falta. Como creo que el depósito no cabrá
por la puerta haremos una ampliación en la entrada a la casa, la que sea
necesaria, y luego la cerraremos.
¡Pero bueno!,
dijo Taleb, no me permite llevar ladrillos para ampliar mi espacio vital
y los va a llevar allí para reducir la capacidad de movimientos de mi
familia. Es una idea perversa. Vamos a estar prietos como conejos en una
madriguera.
No me importa lo
que creas, porque sé que mi idea sobre tu protección y la de tu familia
es mucho mejor que la que te proporciona tu Alá. Y verás, además, como
todo esto que hago por ti tiene mucho sentido y pronto me lo
agradecerás.
No sé, me decía
Abdul Dweik aquella tarde en Khan-Younis cuando me contaba esta
historia, si fue porque Taleb hizo ese símil con la madriguera y los
conejos por lo que el colono le regaló a Shilouk, Subhji, Yamal y Amar,
los hijos de Taleb y Fausille, media docena de gazapos blancos, con la
advertencia de que debían vivir también en la casa con todos los otros
animales, y no sólo por la noche, sino durante todo el día. Así que los
conejillos pronto se hicieron grandes y se multiplicaron e invadieron la
casa, perforaron madrigueras por todas partes y se acostumbraron a vivir
con todos. Se comían el heno de la cabra y los concentrados, dejando
también a las gallinas y los gallos sin nada que picotear, por lo que el
gallo rojo los perseguía constantemente, cosa que a los niños les
divertía mucho. Por las noches, los innumerables conejos entraban y
salían por los agujeros de la cisterna y a veces se perdían y no
regresaban, pero cada vez había más, y se les veía por todas partes.
Slomo vigilaba
que cada día se cumplieran los planes del colono y en las visitas
mensuales de los viernes Taleb recibía la orden de seguir llenando la
casa con cosas absurdas, sin entender que aquello pudiera llevarle en
algún momento a solucionar su problema de espacio. Peor, aún peor, mucho
peor, decía cada viernes cuando le preguntaba el colono por su
situación. Llegó un momento en el que tenían que dormir unos sobre la
leña, otros metidos en la cisterna, sobre los fardos de heno, bajo la
mesa, y cuando querían salir o entrar de la casita tenían que mover
algún cachivache nuevo al que no lograban encontrarle lugar adecuado en
donde no estorbara, pero no existía espacio vacío alguno, todo estaba
lleno, de suelo a techo.
Meses después, un
viernes, el colono le preguntó a Taleb cómo se encontraba la familia, y
el campesino no respondió, andaba ya barruntando renunciar y marcharse
al campamento de refugiados de Aida. Creo, dijo el colono, que tienes
demasiados conejos y por eso he dado orden a Slomo de que los capture a
todos y los venda en el mercado, puedes quedarte con alguno de ellos, si
quieres, y sacarlos a vivir al corral permanentemente. A Taleb no le
pareció ni mal ni bien, los niños protestaron, pero finalmente
desparecieron los conejos de la casa. Al viernes siguiente el colono
volvió a preguntarle cómo se encontraba la familia y Taleb tampoco
contestó, creía que en cuanto reuniera el valor necesario se marcharían
al campamento de Aida, aunque no quisieran ni su mujer ni sus hijos
mayores, la madre había muerto por Navidad, y el padre no decía nada. Te
veo muy alicaído, Taleb, vamos a ver ¿te gustaría que te diera permiso
para sacar los gallos, las gallinas y la vieja cabra de tu casa y
llevarlas al gallinero y al establo? Bueno, dijo Taleb sin mucho
entusiasmo. Pero, esta vez les gustó a todos la idea, aunque el padre no
dijo nada, hacía meses que no hablaba. Y así fueron pasando los viernes
y el colono fue poco a poco decidiendo tirar todos los estorbos que
había almacenado en la pequeña casa de la familia de Taleb.
Y un bendito
viernes le propuso a Taleb sacar la cisterna y tirar todos los restos de
cosas inservibles que hubiera en la casa. Taleb agradeció mucho la idea
y corrió a contárselo a su familia. Al día siguiente Slomo y algunos
braceros derribaron la entrada, sacaron con un tractor la cisterna hasta
la explanada de Beit Furik, y finalmente volvieron a dejarlo todo como
estaba antes de la instalación de la cisterna y, a petición de Taleb,
accedieron a arreglar algún desperfecto que se había ocasionado con
tanto movimiento.
Frente a la casa,
Taleb y su familia, miraban encantados todas aquellas maniobras cuando
vieron llegar al colono.
¿Qué, Taleb?,
dijo con los brazos en jarras, ¿cómo ves ahora la cosa?
¡Mucho mejor,
señor!, ¡dónde va a parar!, se lo agradezco mucho.
Y todos se acercaron para saludarle alborozados, todos
excepto el padre de Taleb que había comenzado a llorar bajito, mirando a
la cabra anciana, aferrado al manillar de su vieja bicicleta rota e
inservible.