Explicación de la naturaleza perversa de LOS
MEGAPROYECTOS
Por:
José Manuel Naredo
A la mayoría de la gente
le resulta difícil de asumir la lógica a la vez enrevesada y perversa de
los megaproyectos. La creencia de que la actividad económica está
regida por la producción y el mercado induce a presuponer,
de entrada, que apunta a fines utilitarios buenos de por sí y a cubrir
demandas insatisfechas. Presupone también que las empresas trabajan para
fabricar y vender bienes y servicios socialmente útiles. La gente no
llega a entender que es justo esa la ideología económica dominante de la
producción y del mercado la que encubre la naturaleza
meramente extractiva de los megaproyectos y el manejo meramente
instrumental de las empresas que colaboran en el empeño. Pues el
objetivo de producir bienes y servicios o de cubrir demandas
insatisfechas, deja de ser la finalidad del megaproyecto, para
convertirse en mero pretexto justificador del mismo, que oculta su
verdadera finalidad, a saber: el latrocinio extractivo directo,
en alguna de sus fases de desarrollo, asociado a la obtención de
concesiones, de reclasificaciones de terrenos y/o al manejo de abultados
presupuestos aportados o avalados por el Estado o sufragados por amplios
colectivos de accionistas, usuarios o contribuyentes. Pues bajo el
paraguas ideológico de la producción, se oculta un juego de suma cero,
en el que el lucro y las plusvalías obtenidos por algunos, han de
acabarlos pagando otros. De ahí que las finalidades productivas y
rentables declaradas que magnifican, en principio, el interés de
los megaproyectos, acostumbren a desinflarse a medida que se
desarrollan y cobra fuerza la fase extractiva de los mismos (cuánto más
importancia cobre esta fase extractiva, mayor suele ser el fiasco
económico del megaproyecto).
El desarrollo de un
megaproyecto requiere, en primer lugar, plena complicidad entre
políticos y empresarios a la hora de promoverlo y de consentir (y
ocultar) su fase extractiva, unido a un despotismo político capaz de
imponerlo sin discusión sobre las numerosas alternativas de inversión.
Para ello se acostumbra a chantajear a la población presentando llave en
mano el megaproyecto como única posible fuente de actividad,
frente la que sólo se anteponen la miseria y el paro, evitando que la
transparencia informativa y el debate libre cuestionen la decisión
impuesta y evidencien otras prioridades y alternativas. Es decir, que
se ha de contar con una ciudadanía sumisa, habituada a plegarse a
las decisiones de un poder que se sitúa por encima de ella, junto con
políticos conseguidores, que tienen la llave de los negocios
(concediendo discrecionalmente contratos, reclasificaciones de terrenos,
etc.) y empresarios buscadores de plusvalías o rentas de
posición, obtenidas a través las relaciones y presiones propias del
tráfico de influencias.
En segundo lugar, se
requiere urdir y coordinar un entramado de empresas y administraciones
que permita a unas extraer ganancias y a otras cargar con las pérdidas.
Hay que distinguir, por ejemplo, entre las empresas constructoras de
infraestructuras o equipamientos, que hacen el negocio inflando los
precios o trabajando en obras sobredimensinadas (de ahí que haya
aeropuertos sin aviones, embalses sin agua, autopistas con escaso
tráfico, …) y las administraciones o empresas promotoras o
concesionarias que las reciben o que las financian y que asumen las
pérdidas. O, también, entre los propietarios de los terrenos que
realizan enormes plusvalías, tras su reclasificación y venta, y las
empresas compradoras o financiadoras, que se acaban haciendo cargo de
los parques temáticos, instalaciones o inmuebles que justificaban el
megaproyecto, arrastrando pérdidas y bancarrotas (recodemos las
enormes plusvalías obtenidas de la recalificación de los terrenos de la
antigua ciudad deportiva del Real Madrid, que permitieron sanear las
cuentas del club y contratar a las principales estrellas del balón, y
las enormes pérdidas sufridas por Caja Madrid, compradora de la más
emblemática de las torres, que acabaría depositando junto con otros
“activos tóxicos” en el “banco malo”; o las jugosas plusvalías que
obtuvieron los propietarios de las fincas donde se ubicó en Ciudad Real
la operación llamada Reino de Don Quijote y su enorme aeropuerto
privado, que acabaron ocasionando la bancarrota de Caja Castilla-La
Mancha que los había financiado).
Dos son los perfiles de
negocio de los principales megaproyectos: los apoyados en
concesiones para la construcción de infraestructuras o equipamientos, y
los de promoción inmobiliaria. La clave del negocio de los
megaproyectos constructivos pasa por inflar todo lo posible los
presupuestos de obras o equipos suministrados. Y en los de promoción
inmobiliaria pasa, sobre todo, por comprar (o disponer de) suelo rústico
y conseguir reclasificarlo como urbano, añadiendo con este simple hecho
varios ceros a su valor. También puede pasar por recalificar suelo
urbano de escaso valor (por ser verde o deportivo o por estar destinado
a equipamientos diversos) para aumentar notablemente su edificabilidad.
Ambas líneas de negocio se solapan a veces en un mismo megaproyecto,
ya que la construcción de inmuebles e infraestructuras es la
colaboradora necesaria del negocio inmobiliario consistente en
transformar suelo rústico en urbano y hacerlo accesible.
En cualquier caso el
negocio de los megaproyectos se apoya en la discrecionalidad del
poder a la hora de otorgar concesiones, reclasificaciones o contratas.
Por eso, en lo referente al urbanismo, actúa en forma de “operaciones”
discrecionalmente acordadas en los conciliábulos del poder entre los
propietarios, promotores y políticos, para “desarrollar” determinados
terrenos, al margen del planeamiento. El propio término “operación” está
tomado del lenguaje militar y tiene poco que ver con el mercado, pues no
es la “mano invisible” del mercado, sino la mano bien visible del poder
caciquil, la que impone la “opetración” con todo el apoyo institucional.
Cabe concluir, de lo
anteriormente expuesto, que la ideología dominante dificulta la
comprensión de las mutaciones que observa el capitalismo, al desplazar
su actividad desde la producción de riqueza hacia la
adquisición de la misma, con el apoyo del poder y el recurso a los
megaproyectos. Hemos visto que la metáfora de la producción
oculta la realidad de la extracción y la adquisición de
riqueza. Que la idea de mercado soslaya la intervención del poder
en el proceso económico. Que el desplazamiento y la concentración del
poder hacia el campo económico-empresarial hace que haya empresas
capaces de crear dinero, de conseguir privatizaciones,
reclasificaciones, concesiones, contratas,…y de manipular la opinión,
polarizándose así el propio mundo empresarial. Que si antes el Estado
controlaba a las empresas ahora hay empresas y empresarios que controlan
y utilizan el Estado y los media en beneficio propio. Como
también es verdad que la realidad de los megaproyectos se sitúa en las
antípodas de la entelequia de ese “mercado libre”, transparente,
perfecto, cuyas bondades ponderan los manuales ordinarios de economía.
No, no es ese mercado el que hace que se reclasifiquen unos terrenos y
no otros, que se promuevan aeropuertos sin aviones u otros proyectos
extravagantes o absurdos, sino personas muy concretas con poder para
lucrarse de ello. Pues el capitalismo de los poderosos es sólo liberal y
antiestatal a medias. Es liberal solo para solicitar libertad plena de
explotación, pero no para promover concesiones y monopolios en beneficio
propio, ni para reprimir protestas y silenciar críticas. Como también es
antiestatal para despojar al Estado de sus riquezas, pero no para
conseguir que las ayudas e intervenciones estatales alimenten sus
negocios. De ahí que calificar de (neo)liberal al capitalismo de los
poderosos es hacerle un inmenso favor, al encubrir el intervencionismo
caciquil tan potente en el que normalmente se apoya.
Hay que reconocer que el
juego tan masivo de los megaproyectos que se ha practicado en
nuestro país, resulta de la refundación oligárquica del poder que se ha
practicado tras el franquismo, para dar paso a un neocaciquismo
disfrazado de democracia. A la vez que asistimos a una nueva fase de
acumulación capitalista en la que los más poderosos disponen de medios
de financiación sin precedentes que les permiten adquirir las
propiedades del capitalismo local y del Estado y disponer del poder
necesario para promover, con apoyos estatales, megaproyectos de dudoso
interés social que sirven de pretexto para realizar operaciones
extremadamente lucrativas. En esta fase los beneficios empresariales y
el crecimiento de los agregados económicos de rigor, no suponen ya
mejoras generalizadas en la calidad de vida de la mayoría de la
población, que tiene que sufragar así, el festín de beneficios,
plusvalías y comisiones originado, acentuando la polarización social.
La
disyuntiva que se produce en este contexto es la que enfrenta la actual
refundación oligárquica del poder a una refundación democrática del
mismo. O también, la que enfrenta la actual democracia, que se dice
representativa, pero que se apoya en consensos oscuros y elitistas,
a una democracia participativa, con consenso amplio y
transparente fruto del ejercicio pleno de una ciudadanía bien informada.
La información es condición necesaria para desmontar las
prácticas caciquiles y los lucros inconfesables de los megaproyectos y
para reconducir, así, el proceso económico hacia una gestión más
razonable y acorde con los intereses mayoritarios. Pero también hay que
subrayar que la intensa participación (y movilización) social
debidamente informada es la condición suficiente, sobre todo si
amenaza el apoyo electoral, para que tal desmontaje y reconducción se
produzcan. Esta participación y movilización debe plantearse, al margen
de credos políticos, religiosos, o de cualquiera otra índole, haciendo
una llamada a todas las personas que no estén atrapadas por los
intereses mezquinos e inconfesables asociados a los megaproyectos
que se cuestionan. Pues el latrocinio que esconden los megaproyectos
perjudica a la mayoría de la población cualquiera que sean sus ingresos
o sus preferencias ideológico-culturales. La crisis actual no se debe a
que “hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades”, sino al
caciquismo que ha saqueado al país con megaproyectos e
inversiones descarriadas, endeudándolo por encima de sus posibilidades.