De
paseo con Moncho Alpuente, periodista
Por O COLIS
Esta entrevista a Moncho la hice para Crónica Popular el 12 de octubre
de 2012. Las fotografías que aparecen en la publicación las hizo Germán
Gallego (no quiero ilustrar este artículo, como tantas otras veces hice
para Moncho, ni que lo ilustre nadie). No he sido capaz de escribir nada
en ningún medio, aunque me lo han pedido, porque quiero pensar que
Moncho —como dice su hija Bárbara, la dulce Bárbara— se ha ido sólo, y
solo, a dar una vuelta. Quiero ahora a Moncho tanto como lo quise, pero
ahora que me doy cuenta de que no voy a poder demostrárselo nunca más me
da una tristeza profunda y paralizante. Le dije a Chari que no era capaz
de escribir nada en estos momentos y ella me consoló, no te preocupes,
mi niño, tampoco él fue capaz de escribir nada cuando murió Javier
Barquín, y me consoló realmente, porque entendí vanidosamente que
tampoco Moncho hubiera sido capaz de escribir nada sobre mí si me
hubiera muerto antes que él.
Hoy es 12 de octubre y por eso, según explica la Ley 18/1987 sobre la
Fiesta Nacional: “uno de los momentos más relevantes para la convivencia
política, el acervo cultural y la afirmación misma de la identidad
estatal y nuestra singularidad nacional”. Me he dado esta mañana un
paseo por el Salón del Prado, Colón y La Castellana y aún traigo los
oídos sobresaltados por el soniquete pesado de los tambores, los ¡viva!
y aplausos mezclados con los redobles, y el rugido meteórico de los
cazas que por un instante han rasgado el cielo sin nubes de la capital
del Estado. El día es claro y la luz cae vertical sobre el barrio. No se
ve la mancha oscura de contaminación en la que estamos sumergidos, al
menos yo no la veo.
Moncho Alpuente viene desde la plaza de Juan Pujol, bajando por San
Andrés, con esa sonrisa diagonal con la que Harry Lime acudía a la cita
con su amigo americano en aquél recinto ferial vienés, en la película El
tercer hombre. No sé si me parece esto por la impresión de paz tras la
guerra que he traído de La Castellana, o porque Moncho siempre ha tenido
ese aspecto socarrón del joven Orson Welles. La plaza del Dos de Mayo
está abarrotada. Alrededor de la estatua de Daoíz y Velarde se está
celebrando un encuentro de los del 15 M de Malasaña; hay niños que
juegan y progenitores de aspectos muy variados, pancartas, música
indefinible, como de barraca, y mucho color. Después de un rato
encontramos un sitio para sentarnos frente a una pizzería, y enseguida
nos envuelve un suave olor a orégano tostado. Le estoy comentado a
Moncho lo de los colores y el clamor inquietante de La Castellana
durante el desfile cuando se acercan a nosotros unas chicas de la
organización quincemayista para preguntar a Moncho sobre el 15 M. ¿Qué
nos puedes decir? ¿Qué crees tú que debemos hacer que no hayamos hecho?
¿En qué crees que nos equivocamos? ¿Cuál es tu opinión?
Yo creo que lo que más molesta a los que les molesta el movimiento del
15 M, dice Moncho después de las presentaciones, no es que existáis,
sino que estéis, que estéis por todas partes. Lo que más odian no es
vuestra forma de pensar ni vuestras reivindicaciones, que desprecian o
ignoran y tratarán de burlar con la ley o sin ella, lo que detestan y
temen es vuestra presencia constante en todas las cosas y lugares en los
que están ellos. Y no estoy de acuerdo con el abandono de Sol, debéis
dejar algo que recuerde la permanencia del movimiento, debiera haber
allí un punto de información sobre vuestras asambleas de barrio, sobre
vuestras denuncias e ideas, y ése es el lugar idóneo. No os encerréis,
no desaparezcáis, estad presentes, todos necesitamos que se os vea,
todos menos los que están en contra de vosotros. Se intercambian ideas,
correos y promesas... Las chicas se van, y enseguida lo hacemos nosotros
dos. Hace una bonita tarde para pasear. La vida de Moncho ha
transcurrido siempre entre estas calles comprendidas entre La Gran Vía y
Carranza/Génova, entre San Bernardo y Hortaleza, más o menos,
considerando la Calle del Pez como el centro de este territorio; por
todas partes me señala lugares que tienen que ver con él, con su familia
o con la historia madrileña o española.
Fíjate si tienen importancia para mí estas calles que cuando viví por
primera vez al otro lado de la ciudad, para no sentirme un desplazado,
de vez en cuando cogía el metro y me venía aquí a pasear o a tomar
cañas. Ahora como vivo en Segovia, y he de venir a Madrid todas las
semanas por cuestiones de trabajo, aunque no sólo vengo por eso, tenemos
un pisito en la calle Molino de Viento, muy cerca de La Mucca, lugar en
el que he establecido una especie de punto de encuentro y tertulia con
los amigos cuando estoy en Madrid y hace tiempo como para estar sentado
a la intemperie, de hecho he sido distinguido hace unos días como
“mukero” del mes.
Siempre va cargado con libros, papeles, periódicos, bolsos, como si
viniera de trabajar o fuera a trabajar inmediatamente y lo pudiera hacer
en cualquier parte. Porque ha trabajado mucho y en muchas cosas
aparentemente diferentes: música, teatro, novela, en los periódicos, en
los escenarios, en la radio, en la televisión. ¿Cuál es el hilo con el
que has cosido todo eso, qué has sido más que nada?
Con el periodismo, soy periodista, me dice después de un rato mirando a
ninguna parte, soy periodista desde que me acuerdo. Lo otro ha ido
viniendo, porque he hecho de todo desde siempre, pero quizá sólo soy un
periodista que hace otras muchas cosas, o quizá debiera decir: además,
soy periodista. Ya a los diecisiete años trabajaba en la revista SP.
Allí estaban Rafael Conte, Manolo Velasco, Vicente Botín, Enrique
Vázquez. Me matriculé en la Escuela de Periodismo de la Iglesia porque
sólo allí podía hacerlo con dieciséis años, recuerdo que entre mis
compañeros estaba Severo Moto, que luego formó parte del gobierno
guineano de Macías y después del de Obiang, además de ejercer allí como
periodista en la radio y dirigir el periódico Ébano; hoy vive otra vez
en España como exilado opositor a Obiang. Unos cursos por delante
estaban también José María García, y Mercedes Arancibia. Como verás,
tres tipos de periodista completamente diferentes. La Escuela era un
despropósito, teníamos una asignatura de Derecho Público Eclesiástico,
pero quizá la Escuela Pública de Periodismo estaba peor, allí impartía
clases Claude Martin, autor de la primera biografía de Franco escrita
por un extranjero (Franco Soldado y Estadista, Fermín Uriarte editor,
Madrid 1965). Con todo, creo que supe aprender bastante en aquella
época, en las Escuelas Pías de San Antón ya me habían dejado claro de
qué iba todo eso de la conciencia y no tuve problemas de ningún tipo a
la hora de diferenciar las cosas de la moral y la ética, de la verdad y
la mitología, ya venía muy preparado, gracias a los padres Escolapios.
Lo dice sonriendo, con esa ironía que no es agresiva, que resulta
simpática, una ironía sin víctima derrotada. Se lo digo y me contesta
con la definición que hacía Jankelevitch sobre la ironía: una conciencia
tranquila lúdica, que se ríe.
Sí, hay una cierta presencia constante del humor en su trabajo, del
humor como actitud ante la vida. Sí, del humor irónico, pero nunca del
sarcasmo, ni del humor trivial. A no ser que el humor mismo se considere
trivial, como si sólo se pudieran decir cosas serias muy seriamente. Esa
actitud literaria es la que ha venido practicando en su columna de la
sección Madrid, los miércoles en El País, hasta hace poco. Ya no lo
leeremos más, y me extraña, porque yo creía que El País mantenía con Moncho Alpuente “esa otra visión de las cosas” que tiene muchos
seguidores que quieren leer “esa otra visión”.
No creas, los intereses de las empresas periodísticas y sus réditos
económicos no están en este tipo de cosas o de lectores, por muchos que
sean éstos, ahora están en temas como los derechos del fútbol y cosas
así. No pasa absolutamente nada porque desaparezca mi columna, bueno, a
mí sí, pero yo me represento a mí mismo, no represento ninguna línea
editorial, ni llevo ninguna sección ni departamento que obligue o
arrastre a otros. Y por eso, probablemente, y porque me repelen todas
las vinculaciones empresariales con los grupos de presión económica o
política, que viene a ser lo mismo, no he llegado más allá de jefe de
sección, porque a mí no me interesa ser ni un trabajador explotado ni
cómplice de la ética empresarial. Y claro, esta independencia tiene sus
riesgos enormes, que yo acepto como parte fundamental de mi vida
profesional. En una época sí tuve puestos de responsabilidad, en una
empresa discográfica en la que trabajé siendo casi un adolescente me vi
de pronto yendo a Barajas a recibir a Mireille Mathieu o a Paco Ibáñez.
Me veía yo tan niño al mirarme en el espejo que me dejé barba y
patillas, y adoptaba poses de mayor, embutido en una gabardina anudada a
la cintura, como hacían los mayores. Pero, de todas formas, el
periodismo siempre ha sido y sigue siendo, como decía Chesterton, el
arte de escribir al dorso de los anuncios. Por mis consultas al I Ching
ya me esperaba algo así, y no me ha pillado por sorpresa, rara vez me
sorprenden o abruman los acontecimientos personales. Suelo dejarme
llevar por los hexagramas del I Ching mientras reflexiono sobre lo que
me rodea o lo que yo rondo, y acepto sus consejos y paradojas y
reflexiono muy lúdicamente sobre los cambios que sugiere van a
sucederme.
Siempre me ha sorprendido estas prácticas de Moncho con ese libro
oracular de las mutaciones o los cambios. Me interesan las versiones
poéticas de Chuang Tzu, una de las grandes figuras del pensamiento
taoísta, que señala las particularidades de la relación humana con la
naturaleza a través de anécdotas, alegorías, parábolas y paradojas.
Enseguida te das cuenta de que se trata de vivir con el fluir natural,
sin ir nunca en contra de él, porque el fluir natural es imparable y te
aplastaría. El monje Thomas Merton estudió todo ello en profundidad.
Moncho tiene una memoria inteligente y espectacular, me recita poemas
que leyó hace años, y me cuenta anécdotas muy divertidas llenas de
nombres y fechas. Se nota que ha leído muchísimo y que tiene facilidad
para la rima y el verso, y sabe cómo jugar con ello con gracia y
soltura.
Empecé a comprar libros siendo niño. Iba por la tarde a la pastelería de
mi abuelo en la calle Pez, al salir del colegio (me la ha señalado antes
al pasar frente a ella, también el colegio en la calle Farmacia), y allí
estaba mi abuelo, adormilado junto al obrador. Le hablaba bajito:
abuelo, que necesito quince pesetas para comprar un libro… y mi abuelo
asentía sonriendo sin abrir los ojos. Yo metía la mano en la caja del
dinero, sacaba las quince pesetas y me iba a comprar un libro. Así me
hice con la colección de Guillermo Brown, por ejemplo, por cierto que
Guillermo fue al primer niño que vi superar a los mayores fácilmente.
Era un héroe para mí. Yo creo que Richmal Crompton me pasó el anarquismo
esencial a través del comportamiento y la lógica de Guillermo en
aquellos libros y me vacunó contra las idioteces de los mayores, luego
vinieron los padres Escolapios, la Escuela de Periodismo de la Iglesia y
más tarde Lao Tsé, la verdad es que no está mal. Tuve suerte.
Es verdad, la autora de las aventuras de aquellos “proscritos” escribía
con la misma ironía amable con la que lo hace Moncho, quien además
mantiene una cosmovisión muy guillermiana de la vida y también muy
taoísta. Pienso en Guillermo y recuerdo aquellos libros con los
preciosos dibujos de Thomas Henry, unas plumillas que sólo con verlas
recuerdas inmediatamente las aventuras de aquél rebelde. Sí, he visto
luego los libros de Crompton ilustrados por otros y no es lo mismo en
absoluto. También John Lennon se identificaba con la rebeldía de
Guillermo: “ …Del todo identificado con la rebeldía de William Brown, su
audacia, su sentido del humor, con los vuelos de su fantasía, sus
acciones generosas y su necesidad de ser el jefe pero siempre teniendo
compañeros alrededor con los que compartir todo, con su propensión a los
errores ortográficos hilarantes y a los errores de pronunciación, e
incluso su preferencia por los pieles rojas sobre los vaqueros y la
adicción a tocar la armónica. Fue William quien me inspiró a crear la
primera banda de los cuatro, unidos contra el mundo”. All together band.
Me pide Moncho que le acompañe a la SER, en la Gran Vía, porque tiene
una tertulia a las siete, como todos los miércoles, y luego, al acabar,
nos iremos por ahí, al Sitting Bull, a La Mucca, o al Café Estar, que
son sus lugares habituales. Como es día de fiesta las calles están
llenas de paseantes domingueros, esos que no sueles ver el resto de la
semana. Voy escuchando todas las explicaciones que sobre tal bar,
tienda, establecimiento, calle o esquina me va haciendo Moncho. Es
entretenidísimo pasear con él. De vez en cuando saluda, se para,
seguimos, sigue hablando, explicando, recordando, le vuelven a saludar,
vuelve a pararse. Me lo imagino levantándose deprisa por las mañanas…
No, qué va. Me cuesta mucho levantarme, hay días en las que tardo tanto
que pienso que no voy a lograrlo. Me resulta pesado y aplastante, casi
insoportable… salir de la cama, ducharme, vestirme, desayunar… yo creo
que empecé a usar zapatos sin cordones por la tristeza enorme que me
provocaba el simple hecho de tener que atármelos. Y no es porque haya
dormido mal, o porque esté cansado, no, es porque me abrumo
sencillamente, me pierdo en pensamientos oscuros… Todo el sentimiento
trágico de la vida que pudiera llegar a tener me sobreviene recién
levantado. Hay épocas especialmente terribles. Ya ves. No tiene que ver
con el trabajo que me espera, ni con los viajes, ni con nada de eso, es
pura levedad, tristeza esencial.
No me esperaba algo así en alguien tan dinámico. Pues ya ves, la energía
la voy recolocando a través de la mañana, como si hubiera que darme
cuerda, y no tiene que ver con la tensión arterial, ni con enfermedad
alguna del cuerpo, soy de espíritu lento, de manubrio. Quizá luego sea
difícil pararme, pero el arranque me cuesta, me cuesta en alegría y
determinación, en sorpresa e ilusión, me cuesta, me cuesta… Luego
hablamos de Chari, esa mujer que lo pesca todos los días como si Moncho
fuera una trucha, y que le da carrete, sin tirar de él, y Moncho
comienza a correr, a volar, y la pescadora le deja hacer, siempre le
deja hacer lo que quiere. Chari me centra en el mundo, me coge y me
recoge, lo bueno del día es que al final siempre está Chari.
Entramos al edificio de la SER y vamos hasta los últimos pisos. Muchas
mesas y muy poca gente, aunque todos con esa actividad especial de las
emisoras de radio, parecida a la de las redacciones de revista, no a las
de diario en los movimientos son más trepidantes, urgentes. Todos
hablando, siempre tras los anuncios, si no hubiera anuncios no podrían
hablar de nada, periodismo y mercado. Moncho entra en el estudio,
saluda, se sienta para repasar junto con los contertulios y el conductor
el temario del programa y yo me salgo a una terracilla que hay al fondo
del pasillo. Desde allí veo un Madrid diferente. Montañas tras los
últimos edificios lejanos, naturaleza... como si la ciudad fuera un
barco y la naturaleza lejana el mar por el que bogamos. Lao Tsé. Veo la
contaminación de Madrid que no se nota en los camarotes y los pasillos
de este barco de la SER. Vuelvo a entrar y me quedo en la pecera, junto
a una becaria que se desparrama por infinidad de botones y teclas, y un
técnico que habla con su mujer por el móvil, asintiendo a la becaria que
de vez en cuando le pregunta cosas con las cejas. A Moncho se le va
levantando el pelo en cresta sobre los auriculares, será por lo de la
electricidad estática, está gracioso. Atiendo a lo que hablan, violencia
de género, corruptelas, futuro de Madrid, de España, los parados. Moncho,
el periodista, habla con soltura y como si lo estuviera haciendo sólo
para los que le acompañan, resulta muy profesional verle trabajando,
hablando tras los anuncios.
Estoy de acuerdo con lo que dice, casi siempre estoy de acuerdo con él,
y hoy no tiene antagonistas severos que le afilen las uñas, como sucede
otras veces. Cuando sale me presenta a los contertulios y bajamos otra
vez a la cubierta del barco Madrid. Nos acompaña Guillermo Marcos hasta
la placita de Luna y allí nos sentamos en un bar bajo el palio de una
carpa de plástico, justo en donde hace años estuvo el palacio de
Monistrol, en donde tuve yo mi primer estudio.
Guillermo habla de la Casa Encendida, que resulta era el lugar donde se
pignoraban las telas, mantelerías, abrigos, capas, en el Monte de
Piedad, y Moncho habla de eso como si lo tuviera preparado
recientemente, tiene una memoria prodigiosa. Tomo notas.
Suenan las agudas campanas, casi campanillas, de la iglesia que hay
junto a los cines Luna, la de San Martín de Tours a la entrada de la
calle Desengaño por Luna, dando vista a esta plaza de Soledad Torres
Acosta. En esa iglesia bautizaron a Moncho. Han encendido todas las
luces, y vemos la vidriera con el santo coloreada, traspasada por la luz
interior. Las campanas se desgañitan como si anunciaran el fin de las
hostilidades que comenzaron esta mañana en La Castellana. Se apaga la
tarde del 12 de octubre y cierro el cuadernillo de notas.
Madrid, 29 de marzo de 2015