Por Amalia Rodríguez Monroy
Ilustraciones de
O COLIS
El cine de Margarethe Von Trotta se inserta siempre en la realidad
social para iluminar las zonas de sombra de la historia europea y, en
especial, el papel trágico de Alemania en la primera mitad del siglo XX.
Se acerca a sus temas partiendo de lo más personal para entrelazarlo con
la Historia, la que solemos escribir con mayúscula, quizá para no ver en
ella su reverso, su aplastante "normalidad". ¿No es a esa normalidad a
la que la controvertida expresión de Hannah Arendt sobre "la banalidad
del mal" nos remite?
Margarethe Von Trotta: entre lo singular y lo universal
En su última película, titulada simplemente Hannah Arendt (2013),
la directora confronta esa pregunta de la mano de la gran pensadora
judía —exiliada desde 1941 en los EEUU—
que es enviada por The New
Yorker en 1961 a cubrir el juicio contra el criminal de guerra nazi
Adolf Eichmann, que tiene lugar (tras su secuestro en Argentina por
grupos sionistas) en Jerusalén. El informe de ese juicio, que publica en
varias entregas, provoca un escándalo y una controversia histórica que
todavía hoy suscita enormes recelos. Eso no impide que muchos
agradezcamos a Von Trotta haberse atrevido a traer a la actualidad un
dilema imposible de cerrar. La cineasta hace suyo el enigma, lo bordea
de manera delicada y directa a la vez. Su acierto es tomar, como eje
central del relato, el episodio que inspira en Arendt una respuesta tan
inesperada como sorprendente al acontecimiento más traumático de la
historia moderna.
No se trata de un biopic convencional, sino de un ejercicio
conmovedor, que lejos de cualquier simplificación busca una doble
articulación entre lo singular y lo universal. Doble por cuanto no sólo
apunta a las raíces del mal —¿están en un Otro malvado que ejerce sin
ningún límite ético su perversidad?— sino también a las vías para
pensarlo. Para Arendt la función del pensamiento es "distinguir entre el
bien y el mal, entre lo bello y lo feo", sostiene en la conferencia
sobre la banalidad del mal que cierra el film. Y en esa tarea de pensar
se redobla la dialéctica entre lo singular de la responsabilidad del
sujeto y lo universal de las complicidades que conforman los poderes
establecidos. Las aristas son muchas y muy cortantes. Von Trotta parece
decirnos que no es casual que sea una mujer, además judía, la que dé esa
interpretación engañosamente "banal" a la cuestión más peliaguda. Banal
por cuanto no es en el universal donde Arendt encuentra la causa; sino
en lo singular, en el "cada uno" de la responsabilidad. Sabemos de la
resistencia de las mujeres a la indiferencia en que lo universal
subsiste. El cine de Von Trotta es especialmente sensible a esa
diferencia.
El guión, brillantemente trabajado en colaboración con Pam Katz, es,
pues, abiertamente político, si entendemos por política la difícil
encrucijada subjetiva que supone el pasaje de lo privado a lo público.
Encrucijada que la propia Arendt, aun habiendo escrito obras tan
esenciales —tan pensadas— como Los orígenes del totalitarismo
(1951), habrá de atravesar. La película muestra lo traumático de ese
atravesamiento, más allá de la resistencia enconada de colegas y
lectores en especial la propia comunidad judía. El film escenifica ese
corte crucial en su pensamiento y en su obra con especial finura.
Hannah Arendt, Eichmann y el instante de ver
Finalizado el juicio, la prestigiosa revista, dirigida y leída
mayoritariamente por la clase liberal y culta neoyorquina de origen
judío (el retrato rebosa sentido del humor y está lleno de matices)
publica los artículos que Arendt ha ido escribiendo durante los largos
meses del proceso que condenará a Eichmann a la horca. En torno a la
dura polémica que el informe de Arendt desata entre los propios judíos
se desarrolla el relato, en interesantes flashbacks en que se
insertan imágenes de archivo del propio Eichmann, filmadas durante el
juicio. El resultado es de una elocuencia siniestra, sobre todo si
tenemos en cuenta que es la presencia del Eichmann real —el de carne y
hueso— la que sacude violentamente la conciencia de Arendt. Como ella
misma sostiene, fue necesario tener delante a un criminal del calibre de
este burócrata mediocre, cuyo rasgo más destacado era el celo
imperturbable en el cumplimiento de las órdenes recibidas, para entender
mejor los senderos del mal. Von Trotta se da cuenta de que un actor no
podría nunca sustituir esa presencia real (ver
Hannah Arendt: The
Woman Behind the Film en You Tube).
Para Arendt escuchar las palabras inanes de Eichmann en el ejercicio de
su defensa abre un abismo. Hasta ese momento el mal, decía ella, era el
mal absoluto, "radical", de la tradición kantiana. Entre esta concepción
filosófica aceptada por el saber establecido y la fórmula del mal en
tanto "banal" hay una brecha fundamental. Un cambio que el film presenta
mediante la contraposición de dos secuencias de Arendt exponiendo, en
sendas conferencias, una y otra versión sobre la naturaleza del mal.
Respecto a la parte acusadora es curioso observar que articula su
discurso desde la radicalidad: la idea es exterminar ese mal de raíz.
Arendt cita las palabras de apertura: "En este histórico juicio, no es
un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen
nazi, sino el antisemitismo secular" (2006:37). La pretensión era llevar
a cabo una venganza de dimensiones bíblicas. El fiscal remontándose al
Egipto de los faraones, cita el mandato de Haman: "Destruidlos,
acuchilladlos, causadles la muerte" [...] ése es el imperativo a que se
ha enfrentado nuestra nación desde que apareció en el escenario de la
historia". Arendt escribe: "Mala interpretación histórica y barata
elocuencia la del fiscal [...] sugería que Eichmann quizá fuera el
inocente ejecutor de algún misterioso designio formulado desde el
principio de los siglos"(37). La posición de Arendt va a desembocar en
su teoría de la banalidad del mal. Ya no es el mal entendido como
universal y exterior; sino como efecto generalizado y cómplice, a modo
de respuesta anónima venida de lo real. El giro, desde luego, no nos
resuelve el enigma. Contrasta vivamente, eso sí, con la universalista
mistificación histórica del "ojo por ojo" que hay tras la airada
respuesta de la comunidad judía al conocer un informe que no encaja con
sus posiciones, que se sale del guión que todos esperaban de tan notable
intelectual. A1 apuntar a lo que no se puede decir, a aquello imposible
de nombrar, Arendt subvierte la lectura que se venía haciendo del papel
activo y central de Eichmann en la logística y ejecución de la "Solución
Final". ¿Está Hannah Arendt exculpando a Eichmann, cómo sostienen sus
críticos? ¿Se engañaba sobre las declaraciones del acusado aparentando
ser ajeno al nazismo, movido únicamente por su sentido de la obediencia
incondicional? ¿Es posible distinguir entre responsabilidad y
culpabilidad? Los orígenes del totalitarismo ya abordaba esta
diferencia.
La película nos sorprende tanto por su sobriedad como por su compromiso.
Y por la inteligencia con la que hace accesibles a un público amplio los
dilemas que atraviesan el pensamiento de Arendt. La interrogación acerca
de lo que hizo posible el Holocausto permanece abierta al cierre del
film. No podría ser de otra manera. Las escenas en las que vemos a una
tenaz Arendt-Sukowa, perpleja, tumbada en su diván, sostenida en su
omnipresente cigarrillo, cavilando, revisando lo escrito, contestando a
las cartas furiosas que recibe, nos ponen en ese lugar de querer saber
más, de entrar en la polémica y atreverse a
"pensar" como decía la
propia Arendt, "sin barandilla", sobre la condición humana misma.
Recordemos que La condición humana (1958) es otro de los títulos
centrales de Arendt. Ahí el énfasis heideggeriano sobre el "ser" se
desliza claramente hacia una decidida posición arendtiana sobre la
acción: Arendt siempre fue una pensadora de la acción humana, aseguran
los estudiosos (ver S. Giner, prólogo, Los orígenes del totalitarismo
2006:13). De ahí que en la magnífica entrevista que concede a Günter
Gauss en 1964, un año después de la publicación del libro sobre
Eichmann, sostenga con insistencia que, a pesar de haber estudiado
filosofía con Jaspers y otros grandes pensadores, ella "abandonó la
filosofía". Molesta por la hostilidad del círculo de filósofos hacia la
política, insiste en que quiere acercarse a este discurso de la acción
"con ojos no enturbiados por la filosofía". Como vemos en el film, eso
no impide que su gran maestro Martin Heidegger, máximo representante del
pensamiento europeo, sea fundamental en su vida. Eso sí, en otro plano.
Y no me refiero sólo al amoroso O sí, pues su índole es profundamente
amorosa. Arendt está capturada en la transferencia más larga, la que
inspira sus más hondas meditaciones sobre ese real que Auschwitz
simboliza. Para cernirlo no dispone sino de pocas palabras aquellas que
pueda proferir sin "delatar" su verdadera fuente, es su secreto el amor,
la ambivalencia que suscita en ella la palabra de ese "padre del saber
que la introduce en el arte del pensar Heidegger, más allá de la
paradoja de su abyecto filonazismo, representa para ella el pensar
mismo, el (re)encuentro con la lengua alemana, la lengua del saber y de
la tradición. Ahí donde la nación se desvanece, resurge con fuerza el
amor por el saber que la lengua materna encierra. En la entrevista con
Gauss, tras evocar el trauma del exterminio, tras preguntarse si algo
queda en pie, se atempera afirmando: "Queda la lengua materna". Arendt
reprocha a su generación el trágico malentendido que supuso no
reconocer, hasta la conmoción de 1933 el peso real de acontecimientos
que venían sucediéndose de muy atrás: "¡Para saber que los nazis eran
nuestros enemigos, Dios mío, para eso no necesitábamos que Hitler se
hiciera con el poder, por favor!". La pasión política de Arendt no le
permite estar advertida, antes de ese momento, de que, para los judíos
alemanes, la política del nazismo se iba a convertir —y es lo aberrante—
en destino: el exilio, cuando menos. El subtexto que la película de Von
Trotta va destilando gota a gota, lo sugiere con levedad que deja
traslucir un drama y una pasión imposibles. La directora mantiene
prudente silencio Otros autores han levantado el telón Y hacen gran
hincapié en el dilema de esta "judía de saber" tocada por la palabra del
pensador que aspira a alejar a Alemania de la tradición de la que ella
es parte: "Ser judía pertenece para mí a los datos incontrovertibles de
mi vida" le responde Arendt a su amigo Scholem cuando éste le escribe, a
modo de advertencia, que debiera tener siempre presente su pertenencia
al pueblo judío.
Arendt y Heidegger: el tiempo de comprender
Las citas que han ido guiándome en este apretado recorrido proceden de
la ya mencionada entrevista de 1964 (YouTube) -suplemento imprescindible
del film de Trotta por la importancia de las declaraciones que ahí se
recogen. Lo tardío del reconocimiento del peligro real —"político" dice
ella—
que sobrevenía; el empuje que supone a la "uniformización" (la
complacencia de la ciudadanía más ilustrada, con el poder totalitario y
sus presiones), fueron fuente de inmensa decepción para Arendt: "Dejé
Alemania dominada por la idea de nunca más meterme en historias de
intelectuales". Ese duelo pudo hacerlo Arendt en el cosmopolita y
privilegiado ambiente académico norteamericano en que se exilia. Von
Trotta lo presenta con perspicacia. Su gran amigo Scholem le recuerda la
frivolidad —flippancy—
de ese mundo de un saber desarticulado.
¿No remite ahí Scholem a la banalidad, o su gemela, la vanidad? Si bien
Arendt goza de ese mundo intelectual recuperado, no la libra de las
amarguras y agresiones que suscita su Eichmann. El deslizamiento de la
"filosofía" a la "teoría" es su defensa ante tantas hostilidades, y es
también efecto del mismo desplazamiento que está teniendo lugar en el
saber universitario. Ya no se trata de la Wissenschaft, ese saber
"absoluto", universal y cerrado, que caracterizó a la Mittleurope
de principios del XX, sino de un saber fragmentario y relacional; saber
plural que desembocará en la segunda mitad del siglo en el saber
especializado de hoy. Me apoyo aquí en el interesante estudio de
Jean-Claude Milner sobre El judío de saber (2006), donde el caso
Arendt ocupa un lugar muy destacado. Ofrece una interpretación fuerte de
lo que la orienta en el laberinto del mal. A la vez, arroja luz sobre lo
que Arendt no puede decir, más allá del provocador oxímoron que es su
"banalidad del mal". Recurso retórico, armadura, estrategia del fantasma
en el momento en que la ventana que éste le abre a lo real se hace
insoportable; respuesta sinthomática de lo real que el sujeto
habrá de cernir. A nosotros espectadores del drama nos queda esa tarea
de des-cubrir cuanto ahí permanece no-dicho.
Von Trotta recrea más tímidamente, en diversos flash-backs, la relación
con Heidegger. Con elocuencia, y casi en silencio, refleja la tensión y
las diferencias irreconciliables entre esta escritora judía y el
brillante filósofo. Quizá por ser indecible, la película reduce a
elipsis lo que había en juego. Sin embargo, el hilo de la trama, éste sí
hábilmente ex-puesto, nos conduce a un punto. Lugar preciso que "la
banalidad" vela: la cámara de gas. ¿Qué hay tras la cámara de gas sino
la técnica?
Las aportaciones de Milner nos permiten bosquejar una hipótesis nada
banal. En 1950 hay un reencuentro con el maestro. Conversaciones,
cartas, lecturas asiduas tienen sobre Arendt un efecto profundo que, en
esos años, concierne a las bien conocidas reflexiones heideggerianas
sobre el poder de la técnica. ¿No será éste el
'Otro escenario',
subtexto que sustenta la teoría arendtiana de la banalidad? Heidegger
habría así contribuido a perfilar el análisis que hace Arendt de las
cámaras de gas. Milner menciona un texto cuya lectura sin duda
compartían: Le marteau sans maitre (El martillo sin dueño) de
René Char. Podemos imaginar que reconocieran en ese título un nombre
posible de la historia presente. De entre los pliegues de las palabras
emerge el "sin-amo" como tal. No es un instrumento del que el hombre se
sirva para dominar. Muy al contrario el sin-amo hace de hombres y cosas,
su instrumento. No está sometido a nadie ni a nada: ni a la ciencia, ni
a la economía, ni a la escasez ni a la abundancia. Ni a lo útil ni a lo
inútil. Ni al amor ni al odio. Ni al bien ni al mal. Este sin-amo
destructor ¿es el saber o es el poder?
Antes de 1914, los judíos habían elegido el saber. Después de 1945
Arendt afirma que el sin-dueño es el poder cuando éste se hace
totalitario. Después de 1963, concluye que no se trata ni del saber ni
del poder. Y cada vez que, sin pronunciarse abiertamente, dirige la
mirada a Auschwitz, da a entender que el sin-amo es la técnica misma. Si
Arendt parte de suponer una omnipotencia al saber, después de
Eichmann ella no puede sino constatar que la cámara de gas había
arrebatado al saber absoluto el derecho legítimo y la posibilidad
material de asumir tal poder. En verdad, la única manifestación
absolutamente pura de la omnipotencia de la técnica es precisamente la
cámara de gas. Invención sin fin militar, ni económico, ni político, sin
teoría científica, la cámara de gas es para Arendt la prueba
incontestable de que la técnica se impone a todo; incluso hace posible
la fabricación sistemática de cadáveres que horroriza a Arendt y al
mundo. Tanto que era mejor no creerlo: ¿fue esa 'debilidad' otra forma
de 'banalidad'? A1 final de Eichmann leemos: "Debido a que la
sociedad respetable había sucumbido ante el poder de Hitler, [...] los
pocos individuos que todavía podían distinguir el bien del mal [...]
tenían que decidir en cada ocasión de acuerdo con las circunstancias del
momento, porque ante los hechos sin precedentes no había
normas"(1999:428). No es el crimen, ni la deshumanización, ni el
dominio, lo que carecía de precedentes. Lo absolutamente nuevo era la
fabricación ilimitada de cadáveres. El silencio obediente de los 'don
nadies' (nobodies) que exasperan a Arendt, es el sin-nombre de
esa pulsión que Heidegger llama la técnica.
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Amalia Rodríguez Monroy.
A.P. Psicoanalista en Barcelona. Miembro de la ELP. y de la AMP. Doctora
en filología inglesa. Profesora de la Universidad Pompeu Fabra de
Barcelona, Departamento de traducción y ciencias del lenguaje.