Totalitarismo financiero: el poder económico, político, social y
cultural del capital especulativo.
Por Max Haiven
Traducción: Enrique Prudencio para Zona Izquierda
A finales de mayo se reveló que el nuevo proyecto de ley que regula el
sector bancario y financiero, a todos los efectos prácticos, había sido
elaborado por Citigroup. Esto es lo último de una larga lista de lo que
solo puede llamarse corrupción legalizada en los más altos niveles del
poder del Estado, lo que no ha conducido en última instancia a ninguna
política o cambio legal significativos a raíz de la crisis financiera de
2008. Los ávidos lectores del intrépido periodista Matt Taibbi de
“Rolling Stones” y otros, no pueden evitar sentirse asqueados y
agredidos moralmente por la impunidad y la arrogancia de las élites
financieras, aunque los astutos estudiantes de historia destacarán los
momentos previos a la conquista del poder y toda la influencia por parte
de la élite financiera, que ha extendido una negra sombra siniestra
sobre la economía, la política y la sociedad.
Totalitarismo no es un término inadecuado y no solo porque el ámbito
financiero cuente con tal cantidad de riqueza y poder. El término fue
acuñado por el dictador fascista italiano Benito Mussolini para exaltar
el sistema que creó, basado en una ideología excluyente que dominaba y
controlaba todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. El Estado
fascista despiadado y autocrático no solo domina totalmente la economía
y la política, sino que también trata de transformar la vida social y la
cultura de la nación para convertirla en una forma de vida totalitaria.
Aunque no exista una pomposa figura decorativa fascista, sí podemos ver
el enorme poder del sector financiero con su forma totalitaria
desorganizada ad-hoc, y como ese poder financiero y su pensamiento único
extienden cada vez más su mancha sobre el tejido social. Y al igual que
los totalitarismos históricos, la “financiarización” de la vida está en
última instancia destinada al beneficio de una pequeña minoría, en
detrimento de todos los demás.
El término “financiarización” generalmente se refiere a la superposición
de dos procesos económicos. En primer lugar, señala la forma en que una
parte cada vez mayor de la riqueza de una nación está ligada o
representada por el sector financiero (generalmente conocido como FIRE,
de Finanza, Seguros y Bienes Raíces, en sus siglas en inglés) de ahí la
enorme influencia del sector financiero en empresas, gobiernos e
individuos. El lucro financiero representa en EE.UU. el 8,40% del
ingreso nacional, lo que hace que este sector sea una de las mayores
“industrias” del país. El 10% más rico de la población posee el 88% de
todos los activos financieros (que han creado la depresión en que nos
encontramos) y aproximadamente el 40% de toda la riqueza del país está
en manos del 1% de la población, mientras el patrimonio neto promedio
del 40% más pobre es de -$10.000 ($10.000 de deuda media) y hasta -
$15.000 si se excluye la garantía hipotecaria. La financiarización
significa el aumento del poder de la banca, de los fondos buitre, de las
firmas de capital privado y otros sectores financieros, y la vía de
acumulación e incremento de riqueza y poder del 1% de la población.
Pero la financiarización también se refiere a la forma en que los
objetivos financieros, las ideas y las prácticas comienzan a moldear e
influir en los actores económicos, fuera del sector financiero y más
allá del mismo. Así, por ejemplo, cada vez más empresarios no se ven a
sí mismos como productores de bienes y servicios (por no hablar de su
calidad humana como patronos o como simples miembros de la comunidad),
sino más bien como vehículos para la especulación financiera. Gracias a
la llamada “revolución del valor para los accionistas” que vio cómo los
“activistas” financieros tomaron el control de la gobernanza corporativa
en la década de 1990 y principios de la de 2000, la mayoría de las
empresas que cotizan en bolsa no han orientado sus operaciones a la
obtención de un lucro estable y seguro, sino a operaciones arriesgadas a
corto plazo. El resultado de esto, básicamente, es que las empresas no
financieras (desde las más importantes en el campo de la alimentación
hasta las tecnológicas) están obsesionadas con la innovación y la
eficiencia, conseguida a base del despido de trabajadores, la
deslocalización, las subcontratas de parte del trabajo, la práctica de
la contabilidad de riesgo y la “ingeniería” financiera. El mundo
corporativo se financiariza cada vez más, se obsesiona buscando la forma
de exprimir al máximo a los consumidores y a los trabajadores para
sacarles la mayor cantidad de dinero posible, mientras se muestra cada
vez más insensible a la destrucción ecológica, las consecuencias para la
comunidad y hasta la existencia a la largo plazo de la propia empresa.
Tal vez los ejemplos más egregios de esto se observen en las empresas de
capital riesgo (como la de Mitt Romney, Bain Capital), especializadas en
comprar empresas en graves dificultades, reducir plantillas y salarios
sin contemplaciones y finalmente deslocalizarlas, vendiendo o
subcontratando partes de la infraestructura empresarial. Una vez
“ahogados los gatitos”, (como dijo un magnate de los medios de
comunicación canadienses convertido en Lord británico primero y
finalmente en el presidario Conrad Black, refiriéndose a los recortes
que había llevado a cabo cada vez que engullía un nuevo periódico) las
compañías de capital privado venden las empresas una vez
“racionalizadas” con un lucro inmenso. Pero incluso las empresas que no
tienen problemas se ven obligadas por los accionistas, los tenedores de
bonos y los bancos a abrazar la austera mentalidad de la
financiarización, que ve el mundo como un conjunto de riesgos y
oportunidades que se pueden aprovechar para obtener un lucro
especulativo.
La financiarización, por supuesto, también presenta una volatilidad sin
precedentes, así como una gran incertidumbre en los mercados financieros
y va dejando profundamente marcados los puntos de sutura en el tejido de
la vida cotidiana. La financiarización se define también por las formas
cada vez más alambicadas, intrincadas y clandestinas con que una
subclase especializada de magos financieros deconstruye activos
financieros para modificar su exposición a diferentes niveles de riesgo,
y vuelve a reconstruirlos a continuación para volver a ensamblarlos o
titularizarlos incluyendo fragmentos de participaciones financieras.
Estos y otros activos financieros, incluyendo elementos tan dispares
como apuestas especulativas sobre las tasas de cambio, bonos del estado
o precios de los alimentos, que pueden arruinar toda la economía,
circulan por el imperio transnacional computerizado de los mercados
interconectados, donde la mayoría de las transacciones están
automatizadas y se realizan a tan mareante velocidad que constituyen un
poder en sí mismo.
Pero la financiarización significa algo todavía más profundo que esto.
Resulta fácil quedar atrapado en las horripilantes dimensiones
económicas del poder de las finanzas, pero también es necesario entender
la dimensión política, social y, sobre todo, los aspectos culturales de
este proceso. La financiarización no es solo algo que se nos impone
exclusivamente “desde arriba” por la petulante casta de los banqueros y
los despiadados gestores de fondos de capital privado. Es también algo
que depende de todos nosotros en nuestras relaciones financieras de cada
día. Y para cambiar esta situación, es necesario no solo derrocar a los
oligarcas financieros, sino también cambiar todas las relaciones
cotidianas.
Como hemos visto en el ejemplo de Citigruop, que ha redactado la
política financiera del gobierno federal, la financiarización es un
proceso político, una gran parte del cual se caracteriza por la
repugnante influencia incestuosa del sector financiero en todos los
niveles del gobierno. A estas alturas es bien sabido que la gran mayoría
de los reguladores, a todos los niveles del poder federal, así como los
burócratas económicos de todo el mundo, son ex empleados y ex
consultores de empresas financieras. El mundo financiero es tan
esotérico y oculto (afirma la élite financiera) que resulta demasiado
complejo para ser comprendido por simples mortales como nosotros, ya que
para ello es necesario disponer de la puerta giratoria entre
Goldman-Sachs y el Tesoro. Podríamos añadir a esto el hecho de que la
mayoría de las naciones de la tierra (y cada vez más la mayoría de los
estados, provincias, ciudades, a veces hasta juntas escolares,
universidades, hospitales y otras obras de infraestructura “pública”),
suman miles de millones de dólares de deuda contraída con las
principales instituciones financieras mundiales, lo que significa que
estos bancos e instituciones financieras tienen un enorme poder sobre la
política de los gobiernos. Y utilizan su influencia para obligar a
estos a actuar prácticamente como corporaciones financieras: reducción
de empleos, privatización o cobro de servicios, adentrándose cada vez
más en formas peligrosas de apalancamiento financiero.
Si los gobiernos, grandes y pequeños, no pueden demostrar que son buenos
administradores financieros, les puede resultar difícil o imposible
obtener los préstamos suficientes para pagar los gastos. Ya estamos
viendo muchas ciudades que se han declarado en quiebra, no por falta de
productividad de su economía o por derroches económicos, sino porque
simplemente no pueden mantenerse al día en el pago de los intereses de
los préstamos que se han visto obligados a pedir, ya que tras 40 años de
revolución neoliberal del libre marcado, los gobiernos han reducido los
impuestos (especialmente a las empresas) hasta tal punto que ahora deben
pedir prestado el dinero que en otros tiempos, por exacción fiscal, era
del Estado, es decir nuestro. A esto podríamos añadir el círculo vicioso
en el que el sector financiero moviliza y ejerce su poder e influencia
para obligar a los gobiernos a relajar o eliminar la regulación y la
supervisión de su mundo. Esa desregulación es precisamente la que llevó
a las condiciones en que las hipotecas subprime fuera de control,
brotaron como setas (venenosas). Durante los últimos 30 años los
gobiernos se vieron obligados, o convencidos, a relajar primero y a
tirar por la alcantarilla después, la supervisión del sector financiero
y los mercados hipotecarios. El resto es historia, pero nos lleva al
siguiente punto, y es que la financiarización también contiene un
proyecto social. Es algo que se mueve en el nivel sociológico también.
Así por ejemplo, desde la Segunda Guerra Mundial la propiedad de la
vivienda se ha considerado como el factor característico de pertenencia
a la clase media en los países más desarrollados. Anteriormente los
gobiernos han tratado de ayudar a los propietarios de diversas formas,
entre ellas la construcción de vivienda pública o la creación de
empresas mixtas de capital público-privado que esencialmente ayudaban a
mitigar el riesgo de los préstamos bancarios a los futuros propietarios.
Lo primero que deberíamos tener en cuenta sobre este tema es que
esencialmente se piensa en una necesidad humana básica, que es la
vivienda como refugio, como albergue, como hogar, antes que una
mercancía. Y después no solo se anima a las personas a comprar casas
como el medio de protección y seguridad que eran, sino que cada vez más
y sobre todo a partir de la década de 1970, las fuerzas del mercado
presionan sobre la compra de vivienda como inversión, a lo que animan
también los gobiernos y (por supuesto) las entidades financieras, que
dicen que la vivienda es un bien en constate revalorización. Y
recientemente las casas empezaron a ser consideradas como dinero en
efectivo o acciones, lo que significa que en caso de vacas flacas se
podrían pedir préstamos avalados por el valor de las viviendas (lo mismo
para comprar un coche, pagarse una carrera universitaria o dar la
entrada para la vivienda de los hijos, etc.). Esto forma parte de un
cambio más amplio que nos lleva a todos a vernos a nosotros mismos como
entidades financieras individuales o financieros en miniatura.
Con el auge de las políticas económicas neoliberales orientadas al
“libre” mercado basado en el asalto de la extrema derecha al “Gran
Gobierno”, los servicios públicos y la seguridad social se han casi
extinguido hasta dejar a las personas que se valgan por sus propios
medios en un mundo cada vez más globalizado y en una feroz economía de
austeridad de mercado. El resultado es el estancamiento económico,
desempleo masivo, reducción salarial, la reducción del patrimonio neto
de la mayoría de la población, el aumento de la precariedad en el empleo
(empleo temporal, a tiempo parcial, basado en salarios bajos, más aún
para las mujeres). También se manifiesta en la sensación de que no
podemos confiar en nadie más que en nosotros mismos, aunque nos
aconsejan gestionar los riesgos de nuestra propia vida mediante la
realización de “inversiones” prudentes e individualistas con fines de
lucro. Un ejemplo clave e ilustrativo es la transformación de las
pensiones de jubilación del sistema público en privado, en que cada uno
asume su propia responsabilidad, un aspecto más de la gran privatización
de los riesgos vitales, que de ser compartidos por toda la sociedad,
pasan a ser del individuo aislado. Esta ideología de la finanziarización
ha saturado completamente a la sociedad y no solo en el reino de la
vivienda. La educación, por ejemplo, ha dejado de ser contemplada como
un bien general destinado a cultivar a una nueva generación de
ciudadanos responsables. Se ve en cambio como un inversión individual
mediante la cual se espera el “apalancamiento” de decenas de miles de
dólares en créditos que los estudiantes emplearán para conseguir un
título universitario que les permita competir en el mercado de trabajo
con objeto de poder pagar la deuda contraída (estadísticas recientes
indican que el 11% de los estudiantes pagan los plazos del préstamo con
90 días de retraso). De hecho, la deuda se ha convertido en la condición
universal de la post-clase media norteamericana, que hace malabares con
las tarjetas de crédito y de débito, la fecha de vencimiento del
préstamo, el descubierto en la cuenta corriente, el plazo del crédito de
estudios, la deuda del seguro médico privado, y demás obligaciones que
nos han convertido a todos en virtuosos y lúgubres financieros. Al igual
que la deuda de los gobiernos, la deuda de las personas no es
consecuencia de haber gastado en exceso, sino el efecto de la masiva
transferencia de riqueza de los trabajadores a las arcas de la
oligarquía financiera. Existen recursos suficientes para que todos
podamos tener un hogar, para educación, sanidad, seguridad ciudadana.
Después de todo EE.UU. es el país más rico que jamás haya existido. El
problema es que la riqueza está distribuída de una forma totalmente
perversa y gran parte de la misma está dedicada a fines destructivos
como la industria militar y de prisiones. Mientras, la mayoría
dependemos del Estado del “debtfare” (Estado del débito) en lugar del
Estado del welfare (Estado del bienestar).
Las dimensiones sociales de la finanziarización incluyen la forma en que
las ideas y las medidas financieras se infiltran cada vez más en otros
ámbitos de la vida. Hasta hace poco tiempo, por ejemplo, muchos
gobiernos han estado experimentando con los “bonos de impacto social”,
que básicamente permiten a las empresas privadas abrir una brecha para
ofrecer servicios que siempre han prestado los gobiernos. Así que el
gobierno de una ciudad o de un estado puede entregar a un grupo de
inversionistas el derecho de administrar un programa para ayudar a
disminuir el riesgo de reincidencia de jóvenes “en riesgo”, con índices
de éxito muy claros. Si las empresas privadas no pueden correr con los
gastos y han tenido “éxito”, el gobierno les paga el coste más una prima
considerable. Aunque haya cierto riesgo, los inversores se sienten
atraídos por la posibilidad de una rentabilidad impresionante de la
inversión y los gobiernos por una forma “sin riesgo” aparente de ofrecer
servicios sociales. Los bonos de impacto social son un ejemplo perfecto
de la forma en que ideas y procesos financieros se están convirtiendo en
una respuesta a todos los problemas de la sociedad, aunque irónicamente
sea la economía financiarizada la que está causando estos problemas en
primer lugar (en gran parte, por ejemplo, por la gestión de los patrones
de la pobreza urbana y la exclusión racial, que dan lugar a la
existencia de “jóvenes en riesgo”, en primer lugar).
También podemos fijarnos en la hipérbole que rodea la idea de
“alfabetización financiera”, como ejemplo de la sociología de la
financiarización. A raíz del comienzo de la crisis financiera de 2008,
las élites financieras y los gobiernos, en un intento de desviar la
atención de sus épicos fracasos, señalaron a los estafadores de los
prestatarios de las subprime como los autores de la toxicidad que
envenenó (y al parecer aún envenena) al aparentemente inocente mercado.
Se puso una nueva financiación, tanto por el sector público como por el
privado, al servicio de una “educación financiera”, incluyendo clases en
los centros comunitarios e incluso en grandes superficies como Walmart,
para enseñar a las personas pobres a ser mejores sujetos financieros. Ni
que decir tiene que estos cursos de alfabetización financiera estaban
totalmente orientados a la individualización de la crisis financiera y a
amonestar a las personas por no ser lo suficientemente buenos
mini-financieros, en lugar de ofrecer un poco de alfabetización sobre el
despreciable poder económico y político del sector financiero en su
conjunto, y mucho menos sobre el hecho de que la deuda, la pobreza y la
ruina financiera de las personas es una función típica de las fuerzas
sistémicas, que están muy lejos de su control. Mientras que el control
de la contabilidad y un presupuesto personal prudente podrían resultar
útiles, hay millones de personas matándose a trabajar para arañar
algunos centavos sin hacer nada malo y sin embargo se encuentran bajo
una montaña de deudas. En realidad, estas iniciativas educativas
producen un profundo analfabetismo financiero porque nos distraen de la
realidad de que la causa de nuestros problemas financieros es una parte
fundamental de un sistema económico tremendamente desigual y explotador.
Podemos añadir a esto la forma en que las metáforas y los procesos
financiarizados se han convertido en la única forma de interpretar e
imaginar las enormes y horrendas consecuencias de la propia economía.
Podemos señalar por ejemplo la forma en que el debate sobre el cambio
climático está preocupado por las nociones de creación de un “mercado”
del carbón, de la misma forma que la crisis del SIDA en África
subsahariana se aborda como un pasivo económico futuro en vez de como
una indignante tragedia humana, o la forma en que los defensores de la
sanidad pública deben justificar estos bienes sociales como buenas
“inversiones” sociales que reducen los costes y los “riesgos” futuros.
Así que las dimensiones sociales de la financiarización son todas esas
maneras en que nuestro sentido de responsabilidad colectiva o de
responsabilidad pública es privatizado, y la manera en que todos
nosotros nos damos cuenta cada vez más de que nos quedamos solos,
asumiendo individualmente todos los riesgos, compitiendo unos con otros
con uñas y dientes dentro de una economía austera e indiferente. Esta
dimensión social se refuerza y normaliza por la dimensión cultural de la
financiarización o por la manera en que la deuda, la austeridad y la
especulación son “recién normalizadas”. Podemos empezar a verlo en los
avances informativos de la televisión. Cuando se refieren a una
catástrofe o a cualquier acontecimiento mundial, siempre tienen
prioridad las dimensiones empresariales y financieras, con los
comentaristas informando sobre cómo afectarán a los mercados de valores
los huracanes y terremotos, algún ataque terroristas o las agresiones
militares en Oriente Medio. Y a pesar del hecho de que la mayoría de los
ciudadanos no posea activos financieros (o si los tiene es en forma de
fondos mutuos sobre los que apenas tiene control), la información se
transmite triunfalmente en la prensa financiera y de negocios,
incluyendo cifras y tendencias de los mercados de valores, además de en
todos los periódicos generalistas y programas informativos de la
televisión. Hemos visto ya el nacimiento de la televisión financiera 24
horas (Bloomberg) que lleva el nombre del magnate financiero de los
medios de información, que es también alcalde de la ciudad más grande
del continente y el mayor centro financiero del mundo: financiarización
en carne y hueso), con el odioso Mad Money, que nos convence de que el
mercado de valores es una especia de perfecta meritocracia donde incluso
el más insignificante individuo puede hacer carrera. Así como también
podemos ver en todas partes una cultura emergente preocupada y
obsesionada por las finanzas. Hay, por ejemplo, programas de tele
realidad sobre la especulación financiera con imágenes superpuestas
grabadas por una cámara que sigue a los individuos mientras “invierten”
en las viviendas, con la esperanza de obtener ganancias rápidas mediante
la reforma y reventa de las mismas. De hecho este tema de personas
dedicadas a “comprar barato y vender caro” es el “argumento” estrella de
un montón de programas de tele realidad, en el que aparecen desde los
coleccionistas de antigüedades hasta los cazadores de recompensas. Esto
sin mencionar repelentes celebridades financieras de la calaña de Donald
Trump o Warren Fuffet, ni del dominio del circuito de erudición por
parte de las cabezas parlantes de los llamados Think Tanks o Grupos de
Reflexión fundados por los financieros, o por los bustos parlantes de
los propios financieros. Y tampoco se trata de hablar de las formas en
que una sociedad profundamente preocupada por el insomnio solitario que
le provoca una deuda en gran parte inmaterial, da lugar a monstruosas
pesadillas colectivas y a patrones ludopáticos obsesivos y adictivos al
juego y las puestas.
Mientras tanto, los autores y comentaristas encuentran metáforas
fértiles en el mundo financiero para ayudar a entender otras facetas de
nuestras vidas. Las personas con quienes nos relacionamos y los libros
de autoayuda nos aconsejan abordar nuestras relaciones personales y
nuestras deseos y aspiraciones como si fuéramos financieros,
“invirtiendo” juiciosa y calculadoramente nuestro tiempo, afectos y
hasta nuestra identidad personal, en las relaciones y proyectos
rentables y lucrativos. En un mundo donde la idea de un trabajo seguro
para toda la vida es ya cosa del pasado, todos somos acuciados a
mirarnos a nosotros mismo no como trabajadores, sino como sabios
financieros independientes, invirtiendo en una cartera como avezados
profesionales, con agilidad para navegar entre contratos y
oportunidades, siempre buscando la próxima oportunidad ventajosa,
compitiendo sin piedad unos contra otros mediante la autopromoción y la
dedicación desinteresada. ¿Es de extrañar que en una cultura obsesionada
con la competencia individual y la gestión del riesgo veamos un odio
creciente entre los pobres y los privilegiados? En la medida en que
vemos la sociedad como una colección de personas egoístas, de individuos
financiarizados, culpamos a los individuos por sus “fracasos” y
disfrutamos de la oportunidad de atribuirles rasgos de pereza, avaricia
y despilfarro. Y en una sociedad donde cada vez vivimos una vida
competitiva más aislados unos de otros, perdemos de vista los asuntos
públicos y colectivos, incluidos los graves peligros que plantean
cuestiones como el calentamiento global y el aumento de las tasas de
pobreza (que tienden a llevar a la delincuencia, la violencia, las
formas destructivas de encarcelamiento, la enfermedad y la muerte).
Nosotros, sujetos financiarizados, nos volvemos cada vez más incapaces
de ver o comprender las formas de opresión y explotación del sistema. Si
todos somos igualmente libres para competir en el mercado del trabajo y
la riqueza, ¿por qué siguen existiendo el racismo, el sexismo o el
capacitacionismo, si no es por los prejuicios irracionales de los
individuos? Invisibilizadas, la opresión y la desigualdad, que siguen
siendo parte central de nuestra economía y sociedad, se reduce a
problemas personales. Y si alguien se atreve a sacarlas a colación,
provocan una feroz reacción de aquellos que tienen privilegios raciales
o de género, pero que creen que las mujeres, los negros y otros están
ordeñando el sistema por disfrutar de derechos especiales y ayudas de
todo tipo. Huelga decir que el sujeto financiarizado es el candidato
perfecto para apoyar los intereses políticos de la extrema derecha que,
irónicamente, desregula aún más y empodera al propio sector financiero.
Así mismo lo hace en los tiempos que corren, caracterizados por una
economía y una sociedad dominada por la extrema volatilidad de los
mercados financieros, que se presta al milenarismo y al fundamentalismo
religioso que ofrecen una ilusión de estabilidad, seguridad y sentido de
la vida basados en la individualización, el moralismo y la promesa
siempre aplazada de la redención. Parafraseando la noción de Marx de que
la “religión es el opio del pueblo”, hoy diríamos que los
fundamentalismos son el crack de cocaína de una sociedad desenfrenada y
paranoica.
También podemos agregar a lo anterior algunos hechos “culturales”: la
gran mayoría de los “maestros” de la esfera financiera son hombres que
han abrazado una forma de masculinidad tremendamente competitiva y
egoísta que asumen como norma biológica. Al igual que las ideas y
procesos financieros esparcidos por toda la sociedad, llevan consigo la
valorización de estas virtudes supuestamente masculinas, alentando a las
mujeres mercantilizadas a abrazar también el espíritu bárbaro del lucro
y la acumulación de riqueza. Mientras, los programas de estímulo del
gobierno están dirigidos principalmente a las industrias
tradicionalmente dominadas por los hombres, como arquitectura,
ingeniería, tecnología y manufactura, mientras se restringen los
destinados a las profesiones en que predominan las mujeres, como
enseñanza, sanidad, pediatría, etc. Y las mujeres tienden a llevar
también el peso del trabajo no remunerado que conllevan la familia, los
niños, las personas discapacitadas y mayores que ya no cuentan con la
asistencia que prestaban los servicios públicos suprimidos. También
podemos destacar la forma en que una sociedad financiarizada favorece a
aquellos que disponen de capital para “invertir” o una buena capacidad
crediticia. En una sociedad en la que históricamente las personas de
etnias diferentes a la caucásica se encuentran en desventaja y tienen un
patrimonio medio menor y unas calificaciones crediticias inferiores a
las de los blancos, el sistema tiende a reforzar y consolidar las
desigualdades raciales existentes. En el toma y daca de la economía,
donde cada uno de nosotros tenemos que competir para encontrar trabajo y
sobrevivir a períodos de desempleo y subempleo, las personas con
enfermedades mentales, discapacidad física o movilidad reducida, son las
más desfavorecidas.
Así pues, la financiarización no es sólo la supremacía económica del
sector financiero, sino que es un proceso que funciona a nivel de la
economía, la política, la sociología y la cultura. No debemos pensar que
solo la vida política, social y cultural de las finanzas sea el
referente de su poder económico. Como hemos visto, el ámbito financiero
está compuesto por la riqueza inmaterial y en gran parte imaginaria, con
todos nosotros conscriptos del ahorro, del pedir prestado y creyentes de
la gran secta del totalitarismo financiero. Estos diferentes esferas de
la vida se refuerzan mutuamente entre sí, y por lo tanto, incluso en el
contexto de una crisis financiera tan masiva y desastrosa, el sector
financiero está más fuerte que nunca y la financiarización de la vida
sigue acelerándose. Superar el totalitarismo de las finanzas, por tanto,
exige actuar en el plano económico, político, social y cultural. En el
plano económico, es importante tener en cuenta que el sector financiero
es en última instancia sólo un sector de una economía capitalista
intrínsecamente explotadora. Aunque en ciertos momentos de la historia
del sector financiero éste se eleva a una posición suprema dentro del
capitalismo, el problema es el capitalismo en sí y no solo el plano
financiero. Se trata de un sistema basado fundamentalmente en la
transformación de la cooperación humana en lucha desigual,
individualista y competitiva de todos contra todos. Mientras que en
otros momentos de la historia del capitalismo - como el capitalismo del
New Deal de la postguerra en EE.UU., los capitalistas eran relativamente
más domesticados y suaves - seguían con la explotación de los
trabajadores y la mercantilización de las necesidades y deseos y el
momento histórico se caracteriza por la pobreza, la desigualdad y la
opresión. Por lo tanto, los intentos de regular las finanzas, en el
mejor de los casos solo tendrán un éxito limitado. Aun suponiendo que
pudiésemos superar el tremendo poder del propio sector financiero y el
cabildeo en el portal del poder político, e incluso pensando que
pudiésemos crear un enorme movimiento para exigir el cambio político, en
el mejor de los casos esto no haría más que devolver al capitalismo a su
etapa anterior. Y aunque eso representara recuperar unas mejores
condiciones de vida individuales para algunas personas, no resolvería el
problema mucho más amplio y profundo de la competitividad y el poder del
mercado seguiría aplastando nuestras vidas.
Así que la respuesta a la financiarización, en el plano económico y
político debe ser el rechazo al capitalismo a favor de algún otro
sistema económico. La construcción de una nueva economía, se lleva a
cabo en dos niveles. Por un lado, toma la forma de creación de nuevos
bienes comunes en nuestras ciudades, barrios y comunidades. Los Comunes
son conjuntos de recursos compartidos que no se mercantilizan. Deben
incluir todo lo necesario para vivir, como alimentos, agua, vivienda,
sanidad, educación, seguridad y transporte, aunque la mayoría de estos
bienes está hoy día privatizada y orientada al mercado. Los Comunes son
ejemplos de democracia de base, administrados por personas para
personas. Jardines comunitarios, guarderías, clínicas, actividades para
después de la escuela, prevención del delito en el bario e iniciativas
de justicia reparadora, cocinas comunitarias que nos ayuden a todos a
construir una alternativa, la economía solidaria de base. Representa
también una transformación de las relaciones sociales y culturales que
nos sitúan en el centro de nuestras vidas y nos convierten en
protagonistas del cambio. En segundo lugar, la transformación política y
económica fuera de la financiarización requiere construir , fabricar,
producir en red estos bienes comunes en un movimiento de masas que pueda
mostrar la capacidad productiva de nuestra sociedad y gobierno. Cuando
aumente lo suficiente el número de Comunes, se podrán reclamar fábricas,
escuelas, hospitales y empresas de la élite financiera para ponerlas en
funcionamiento para todo el mundo como cooperativas, no para el lucro
corporativo. También se puede transformar el gobierno en un vehículo
para apoyar el bien común, en lugar de para apoyar el mercado.
En las zonas donde la financiarización haya arrasado ya nuestras vidas y
esperanzas y las de las comunidades, se aumentará la producción de los
bienes comunes para satisfacer las necesidades de la gente. La comunidad
ecológica, las nuevas cooperativas y la economía solidaria están
surgiendo ya en todas partes. La pregunta de nuestra época será: ¿Puede
el totalitarismo financiero aniquilar estos esfuerzos al nacer o
cooptarlos de alguna manera incorporándolos a su escala de valores? ¿O
tendrán éxito estos commons para hacer una causa común y convertirse en
la plataforma desde la que reclamar nuestro mundo? Estamos ya viendo una
lucha acerca del significado de los commons, ¿será simplemente un modelo
de negocio alternativo o una válvula de escape para el capitalismo
global en crisis? ¿O será la piedra angular de un sistema realmente
diferente?
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Fuente:
http://occupywallst.org/forum/financial-totalitarianism-the-economic-political-s/